Franz era un sastre que soñaba con volar. Desde que vio los primeros aviones surcar el cielo de París, se obsesionó con la idea de diseñar un abrigo que se convirtiera en un paracaídas y salvara la vida de los pilotos en caso de accidente. Pasó meses trabajando en su invento, cosiendo telas, colocando varillas y probando diferentes formas de plegarlo. Estaba convencido de que su abrigo era el futuro de la aviación y que le haría famoso y rico.
Un día, recibió el permiso que tanto esperaba: le dejaron saltar desde la Torre Eiffel para demostrar la eficacia de su abrigo. Franz estaba emocionado y nervioso. Era la oportunidad de su vida. Se levantó temprano y se vistió con su abrigo. Era pesado y voluminoso, pero él no le dio importancia. Se dirigió a la torre, donde le esperaban varios periodistas, fotógrafos y curiosos. Subió a la primera plataforma, a 57 metros de altura, y se asomó al vacío. Sintió vértigo, pero también confianza. Su abrigo no le fallaría.
Se acercó al borde y se preparó para saltar. Algunos de los presentes le gritaron que no lo hiciera, que era una locura, que su abrigo no funcionaría. Pero Franz no les hizo caso. Estaba decidido a probar su invento y a entrar en la historia. Respiró hondo y se lanzó al aire. Por un instante, sintió que volaba. Que su cuerpo flotaba dentro de su abrigo. Pero pronto se dio cuenta de que su abrigo no se abría. Era un lastre que le arrastraba hacia el suelo. Intentó soltarse, salir del abrigo pero era tarde. El abrigo estaba atado a su cuerpo. No podía escapar. Cayó en picado, como una piedra, y vio acercarse el pavimento a sus ojos. Pudo sentir un horrible dolor antes de llegar al suelo. Pudo imaginar la sensación de su cuerpo reventando en el golpe. Y se estrelló contra el suelo con un sonido sordo y horrible. Su cuerpo quedó destrozado y ensangrentado. Su abrigo se convirtió en su mortaja.
Los testigos quedaron horrorizados. Algunos se taparon los ojos, otros se pusieron a llorar, otros se quedaron paralizados. Los periodistas tomaron fotos. Al día siguiente, los periódicos se llenaron de imágenes y relatos sobre la muerte del “inventor temerario”. El abrigo de la muerte se convirtió en una leyenda urbana. Se decía que estaba maldito, que quien lo tocara moriría de forma horrible, que el fantasma de Franz rondaba la Torre Eiffel buscando venganza. Nadie se atrevió a volver a usarlo. El abrigo quedó guardado en un almacén, olvidado y abandonado, como el sueño de su creador, como el recuerdo oculto de un momento tan horrible como la misma muerte.
Nota Histórica: Franz Reichelt vivió hasta 1912, cuando su propia invención le costó la vida, en París, Francia. Reichelt inventó el abrigo paracaídas y quiso probarlo en el primer piso de la Torre Eiffel. El invento fracasó en su primer intento, y Reichelt murió ante la cámara que grababa el histórico momento.