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EL ALIENTO GÉLIDO DE LA CAMPANA MUDA

El silencio descendió sobre Sevilla como un sudario de plomo, denso e implacable, sofocando el bullicio vibrante de la ciudad hasta convertirla en un espectro de sí misma. Las calles, otrora arterias palpitantes de vida, se tornaron avenidas fantasmales, jalonadas por sombras alargadas y espectrales que danzaban al compás de un viento fúnebre. Ya no resonaban los pregones de los vendedores ambulantes, ni las risas cristalinas de los niños jugando en los patios empedrados, ni siquiera el rumor constante del Guadalquivir, que parecía contener el aliento ante la insidiosa pestilencia que se cernía sobre la urbe. Un silencio atroz, un mutismo sepulcral que se clavaba en el alma como astillas de hielo, presagiando una calamidad de proporciones apocalípticas.

En el corazón de este desolador mutismo, en una vetusta casa señorial de la calle Sierpes, el doctor Samuel Alarcón, médico de renombre y espíritu cartesiano, se enfrentaba a un enigma que desafiaba toda lógica y razón. La enfermedad, llegada como un ladrón en la noche, se extendía con una celeridad inusitada, segando vidas con una voracidad implacable. Los síntomas, al principio anodinos –fiebre, cefalea, fatiga–, pronto se metamorfoseaban en un cuadro dantesco: una tos cavernosa que desgarraba los pulmones, esputos sanguinolentos, cianosis que teñía la piel de un lívido espectral, y una postración tan profunda que convertía al cuerpo en un mero receptáculo inerte. Pero lo más perturbador, lo que helaba la sangre en las venas del doctor Alarcón, era la expresión en los rostros de los moribundos: un terror primigenio, una angustia atávica que trascendía el dolor físico, como si vislumbrasen algo más allá de la muerte, un horror innombrable acechando en la penumbra.

Samuel, hombre de ciencia y escéptico por naturaleza, había descartado inicialmente las explicaciones supersticiosas que proliferaban entre el vulgo: castigo divino, maleficio gitano, efluvios miasmáticos de origen desconocido. Se había aferrado a la lógica, buscando en los tratados médicos, en las obras de Hipócrates y Galeno, una respuesta racional a esta plaga que parecía emanar del mismísimo averno. Pero la realidad, terca e implacable, se burlaba de sus esfuerzos. Los remedios tradicionales –sangrías, vomitivos, emplastos de hierbas– resultaban inútiles. Los hospitales, desbordados y convertidos en antesalas del infierno, eran focos de contagio en lugar de santuarios de curación. El hedor nauseabundo de la muerte impregnaba cada rincón, un efluvio acre y dulzón que se adhería a la ropa, a la piel, al alma misma.

Una noche, tras una jornada extenuante en la que había visto morir a decenas de personas, Samuel regresó a su casa con el cuerpo exhausto y el espíritu lacerado. La casa, habitualmente un refugio de paz y sosiego, se sentía ahora opresiva, impregnada también de la atmósfera luctuosa que envolvía la ciudad. Su esposa, Elena, una mujer de belleza serena y espíritu dulce, yacía postrada en el lecho, presa de la misma enfermedad que asolaba Sevilla. Su rostro, pálido y demacrado, contrastaba con el brillo febril de sus ojos, en los que Samuel percibió el mismo terror primigenio que había visto en los demás moribundos.

Se sentó junto a ella, tomándole la mano, sintiendo la fragilidad de sus huesos bajo la piel ardiente. Elena, con voz apenas perceptible, susurró: “Samuel… siento… algo… oscuro… No es solo… la enfermedad… Es… como si… algo… nos… observara…”. Sus palabras, balbuceadas entre jadeos y estertores, resonaron en la mente de Samuel con una fuerza perturbadora. Él, hombre de ciencia, siempre había desdeñado las intuiciones femeninas, considerándolas meras divagaciones emocionales. Pero la mirada de Elena, cargada de un terror genuino, le hizo dudar de sus propias convicciones.

Esa noche, Samuel no pudo conciliar el sueño. Se levantó de la cama y deambuló por la casa en penumbra, sintiendo una opresión en el pecho, una sensación de presciencia funesta. Se detuvo frente a la ventana, contemplando la ciudad sumida en el silencio espectral. Las sombras danzaban en las calles desiertas, adoptando formas grotescas y amenazantes. De repente, percibió un sonido tenue, casi imperceptible, que parecía emanar del silencio mismo: un repiqueteo sordo, metálico, como el tañido lejano de una campana muda.

Al principio, pensó que era producto de su imaginación, una alucinación provocada por el cansancio y la angustia. Pero el sonido persistía, haciéndose cada vez más nítido, más insistente. Salió al balcón, escrutando la oscuridad con la mirada. El repiqueteo parecía provenir de la torre de la Giralda, majestuosa y sombría en la noche. Pero las campanas de la Giralda estaban mudas, silenciadas por el luto de la ciudad. ¿Qué era entonces ese tañido fantasmal que resonaba en el silencio atroz?

Movido por una curiosidad morbosa y una inquietud creciente, Samuel decidió salir a la calle. Atravesó las calles desiertas, envuelto en una atmósfera irreal, como si se hubiera adentrado en un sueño febril. El repiqueteo de campana se hacía más fuerte a medida que se acercaba a la Giralda. Llegó a la plaza de la Virgen de los Reyes, contemplando la torre imponente que se alzaba hacia el cielo estrellado. Y entonces lo vio.

En la cúspide de la Giralda, en el lugar donde habitualmente ondeaba la veleta del Giraldillo, se cernía una figura oscura, informe, que se balanceaba lentamente con el viento. No era la veleta, no era ninguna figura humana. Era algo… Algo que emanaba una aura de maldad primigenia, un horror cósmico que trascendía la comprensión humana. La figura emitía el repiqueteo sordo, metálico, que ahora Samuel reconocía como el sonido de huesos chocando entre sí, el tañido macabro de una campana hecha de muerte.

Un escalofrío glacial recorrió su espina dorsal. Comprendió entonces la naturaleza del terror que había visto en los ojos de los moribundos. No era solo la enfermedad, no era solo la muerte. Era la presencia de esa entidad oscura, la Campana Muda, que se había posado sobre Sevilla, anunciando una cosecha de almas sin precedentes. La enfermedad era solo el vehículo, el instrumento de esta entidad para sembrar el pánico y la desolación, para abrir las puertas del infierno sobre la ciudad.

Samuel sintió un impulso irrefrenable de huir, de escapar de esa visión apocalíptica. Pero sus piernas se negaron a obedecer. Estaba paralizado por el terror, petrificado ante la magnitud del horror que se revelaba ante sus ojos. La Campana Muda, desde su atalaya en la Giralda, parecía observarlo con una mirada gélida e inescrutable. Samuel sintió que su alma se encogía, que su cordura se resquebrajaba ante la proximidad de lo impensable.

De repente, la figura oscura en la Giralda se movió. No de forma brusca, sino lenta, lánguida, como si se desperezara tras un letargo milenario. Extendió una extremidad informe, nebulosa, hacia la ciudad. Y un viento gélido, un aliento de ultratumba, recorrió las calles, llevando consigo el miasma de la muerte, el susurro espectral de la Campana Muda.

Samuel cayó de rodillas, vencido por el terror, presa de una angustia indescriptible. Comprendió que la ciencia, la razón, la lógica, eran armas inútiles ante esta amenaza primigenia. Estaba solo, desamparado, ante la manifestación de un horror cósmico que anunciaba el fin de todo. El silencio atroz de las campanas mudas se cernía sobre Sevilla, un silencio preñado de muerte, un silencio que gritaba la llegada de la oscuridad eterna.

Al amanecer, cuando los primeros rayos de sol intentaron disipar la negrura de la noche, Samuel fue encontrado en la plaza de la Virgen de los Reyes, postrado e inconsciente. Fue llevado de vuelta a su casa, donde Elena agonizaba. En sus labios resecos, murmuró un nombre ininteligible, un nombre que sonaba a conjuro ancestral, a invocación blasfema. Luego, expiró, dejando a Samuel sumido en la desolación y el horror.

La enfermedad continuó su danza macabra por Sevilla, segando vidas sin piedad. La Campana Muda permaneció en la Giralda, invisible para la mayoría, pero omnipresente en el alma de los pocos que la habían vislumbrado. El silencio atroz se hizo aún más profundo, más opresivo, hasta que la ciudad entera pareció sumirse en un letargo espectral, un yermo desolador donde solo resonaba el tañido fantasmal de las campanas mudas, anunciando el reinado de la oscuridad eterna.


Nota histórica

El relato se inspira en la pandemia de gripe de 1918, comúnmente conocida como la "gripe española". Esta pandemia, que se extendió entre 1918 y 1920, fue una de las más devastadoras de la historia moderna, causando la muerte de entre 50 y 100 millones de personas en todo el mundo. Contrariamente a su nombre, no se originó en España, sino que se desconoce su origen exacto, aunque las teorías apuntan a Estados Unidos o China. España, al ser un país neutral durante la Primera Guerra Mundial, no censuró la información sobre la enfermedad, a diferencia de otros países beligerantes, lo que llevó a la errónea creencia de que se originó allí. La pandemia se caracterizó por su alta letalidad, especialmente entre adultos jóvenes y sanos, y por la rapidez de su propagación. Los síntomas eran graves y a menudo mortales, incluyendo fiebre alta, tos, neumonía y cianosis. La sociedad de la época se vio profundamente afectada, con sistemas sanitarios desbordados, cuarentenas y un miedo generalizado. El relato ficciona sobre este contexto histórico, añadiendo un elemento de terror sobrenatural personificado en la figura de la "Campana Muda", para explorar el miedo, la incertidumbre y la desolación que pudo haber provocado una pandemia de tal magnitud en una ciudad como Sevilla a principios del siglo XX.