
El carruaje, pertinaz en su traqueteo sobre el sendero imposible, parecía un escarabajo moribundo ascendiendo por la espina dorsal de un titán petrificado. Alonso Valdemoro, etnógrafo de renombre recién doctorado en la Central, sentía cómo cada sacudida desvencijaba no solo el vehículo, sino también la frágil estructura de su optimismo académico. Se adentraba en Las Hurdes, esa ignota y secular herida supurante en la geografía de España, un enclave donde el tiempo parecía haberse detenido en un Medievo lóbrego y pertinaz, refractario a los vientos de progreso que henchían las velas de la nación en aquel incipiente siglo XX. Iba pertrechado de cuadernos, de escepticismo ilustrado y de una vanidad intelectual que le susurraba promesas de gloria: desentrañar los arcanos de aquella cultura atávica, fosilizada, antes de que la modernidad la barriera como a escoria indeseable. No sospechaba, en su docta ceguera, que no eran los misterios antropológicos los que le aguardaban entre aquellos riscos inclementes, sino un horror telúrico, ancestral, que latía con la cadencia inmisericorde de un corazón de piedra sepultado bajo eones de olvido.
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El paisaje que se desplegaba ante sus ojos era de una belleza tan adusta que lindaba con lo ominoso. Montañas escarpadas, de una orografía torturada y casi blasfema, se alzaban como costillas descarnadas de una bestia antediluviana. La pizarra, omnipresente, confería a todo un cromatismo fúnebre, apenas moteado por el verde enfermizo de jarales y brezos raquíticos. Las alquerías, diseminadas como pústulas sobre la piel enferma de la tierra, eran agrupaciones informes de chozas construidas con esa misma piedra luctuosa, techadas con lajas irregulares que parecían escamas de un reptil ciclópeo. Un silencio antinatural, preñado de una tensión inmemorial, envolvía el ambiente, solo quebrado por el graznido lúgubre de algún ave rapaz o el plañido lejano de un curso de agua invisible. Flotaba en el aire un hálito de miseria consuetudinaria, de abandono secular, una atmósfera densa y deletérea que oprimía el espíritu y helaba la sangre en las venas, aun bajo el sol inmisericorde del estío extremeño.
La llegada de Alonso a la alquería de El Gasco fue recibida con una suspicacia hermética, casi hostil. Los hurdanos, hombres y mujeres de rostros curtidos y miradas insondables, interrumpieron sus magras labores para observar al forastero con una fijeza impenetrable. Eran figuras enjutas, de movimientos lentos, como si cargaran con el peso invisible de generaciones de penuria y aislamiento. Sus vestiduras, remendadas hasta lo inverosímil, apenas se distinguían del color terroso del entorno. Alonso intentó iniciar conversación, desplegando su mejor retórica conciliadora, pero sus palabras rebotaban contra un muro de silencio espeso y desconfiado. Solo obtuvo monosílabos huidizos, miradas esquivas y un mutismo colectivo que resultaba más elocuente que cualquier discurso. Fue entonces cuando percibió, por primera vez, algo más que simple recelo: un miedo profundo, raigal, que parecía adherido a sus almas como una segunda piel. En las conversaciones furtivas que logró entresacar, oyó mencionar entre dientes, con temor reverencial, a "El Que Susurra en la Piedra", una entidad innominada que, según balbuceaban, moraba en las entrañas de los montes y era causa de males innombrables. Alonso, fiel a su formación positivista, lo atribuyó a la superstición rampante, fruto de la ignorancia y el aislamiento secular.
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Conforme los días se sucedían en una monotonía aplastante, Alonso comenzó a documentar las peculiaridades de aquel enclave olvidado. Observó la prevalencia alarmante del bocio, esa hinchazón grotesca del cuello que confería a muchos habitantes un aspecto casi monstruoso. Notó también casos de cretinismo, una deficiencia congénita que sumía a sus víctimas en una suerte de limbo intelectual y físico. Su cuaderno se llenó de anotaciones sobre la dieta paupérrima, la endogamia rampante y las condiciones higiénicas deplorables, buscando explicaciones racionales a aquella galería de horrores cotidianos. Sin embargo, había detalles que escapaban a la lógica científica. El silencio opresivo de ciertos parajes, donde ni siquiera los insectos parecían zumbar; las extrañas formaciones líticas que salpicaban el paisaje, algunas con muescas y símbolos que parecían antinaturalmente antiguos; la forma en que los perros aullaban lastimeramente al caer la noche, mirando hacia las cumbres más altas con un pavor palpable. Y sobre todo, esa sensación constante de ser observado por ojos invisibles, una presencia numinosa y acechante que emanaba de la propia tierra.
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Fue una anciana, Elvira, apartada por la comunidad y tenida por hechicera o loca, quien se atrevió a hablarle con mayor franqueza, aunque sus palabras eran un dédalo de metáforas y advertencias veladas. La encontró un atardecer junto a un regato casi seco, recogiendo hierbas de nombres arcanos. Su rostro era un pergamino surcado por arrugas profundas, y sus ojos, de un negro insondable, parecían haber contemplado abismos vedados al común de los mortales. "No remueva la tierra quieta, señorito", le dijo con voz cascada, mientras sus dedos nudosos desmenuzaban una planta de olor acre. "Hay cosas antiguas bajo las piedras, cosas que dormían antes de que el primer hombre hollara estos riscos. El Que Susurra no es cuento de viejas. Es la voz de la montaña misma, y su aliento trae la enfermedad y la locura". Le habló de cavernas prohibidas, de noches en que las rocas parecían llorar un icor fosforescente, y de hombres y mujeres que se habían perdido en los laberintos de la sierra para no regresar jamás, o para volver convertidos en cáscaras vacías, con la mirada perdida en un horror inefable. Alonso sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero su orgullo intelectual le impidió dar crédito completo a aquellas consejas.
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Impulsado por una mezcla de curiosidad morbosa y la necesidad de refutar científicamente aquellas supersticiones, Alonso intensificó sus exploraciones, aventurándose en los parajes más remotos y esquivos. En una grieta oculta tras una cascada seca, descubrió una serie de petroglifos que no se parecían a nada que hubiera visto antes. No eran los esquemáticos dibujos rupestres habituales en la región, sino intrincadas espirales y figuras geométricas de una complejidad perturbadora, que parecían retorcerse y vibrar ante sus ojos. Entre ellas, una forma recurrente: una suerte de poliedro imposible, con ángulos que desafiaban la geometría euclidiana. Cerca de allí, semienterrado, halló un pequeño ídolo tallado en una piedra negruzca y extrañamente cálida al tacto, representando una entidad vagamente antropomórfica, pero con múltiples apéndices y una cabeza facetada que evocaba la figura geométrica de los grabados. Un sentimiento de profunda inquietud, casi de profanación, se apoderó de él. Comenzó a sospechar que las leyendas locales podían ser la versión degradada y malinterpretada de una verdad mucho más antigua y terrible.
Las noches se volvieron un tormento para Alonso. El silencio de la alquería se poblaba de susurros inaudibles que parecían filtrarse a través de las paredes de piedra de su exigua habitación. Soñaba con paisajes imposibles, con arquitecturas ciclópeas y aberrantes que se alzaban bajo cielos de colores malsanos. Se veía a sí mismo perdido en laberintos subterráneos, perseguido por una presencia informe que se arrastraba y murmuraba con una voz compuesta por el roce de mil insectos. Despertaba bañado en sudor frío, con el corazón palpitando desbocado y la sensación de que algo intangible y malévolo se había aposentado en su propia mente. Durante el día, la fatiga y la paranoia hacían mella en su otrora férrea racionalidad. Empezó a ver patrones extraños en la disposición de las piedras, en el vuelo de los pájaros, en las sombras que se alargaban al atardecer. La propia sierra parecía observarlo, juzgarlo, con una malevolencia ancestral y pétrea. La obsesión por "El Que Susurra en la Piedra" creció hasta convertirse en una idea fija, un abismo que le atraía con una fascinación irresistible y funesta.
Decidido a confrontar la fuente de su terror, o quizá ya incapaz de resistir la llamada insidiosa que sentía vibrar en sus huesos, Alonso se dirigió hacia el Barranco de las Ánimas Perdidas, el lugar que las leyendas señalaban como el corazón del dominio de El Que Susurra. Elvira le había suplicado que no fuera, con lágrimas en sus ojos cuarteados, pero él ya no escuchaba más voz que la de su propia obsesión. La ascensión fue una ordalía. El sendero se retorcía entre farallones de pizarra que parecían a punto de desplomarse. El aire era cada vez más denso, cargado de una electricidad estática y un olor penetrante a ozono y a tierra húmeda. Finalmente, llegó a la entrada de una caverna, una boca oscura y fauces dentadas de estalactitas que prometía un descenso a las entrañas del mundo. Armado con un candil y un coraje que bordeaba la demencia, se adentró en la oscuridad. El silencio aquí era absoluto, pero a la vez preñado de una vibración sorda, un rumor subterráneo que parecía emanar de las
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profundidades. Las paredes estaban cubiertas por una suerte de musgo fosforescente que emitía una luz verdosa y enfermiza, revelando extrañas formaciones minerales y los mismos símbolos poliédricos que había visto en los petroglifos. El susurro comenzó, no en sus oídos, sino directamente en su mente: una cacofonía de voces milenarias, de pensamientos ajenos y disformes, la conciencia colectiva y pétrea de la montaña misma, una inteligencia vasta, indiferente y absolutamente alienígena. Vio, o creyó ver en el corazón de la caverna, una gigantesca geoda que pulsaba con luz propia, un cristal facetado de dimensiones imposibles que parecía ser el nexo físico de aquella entidad telúrica. La comprensión que le golpeó fue tan demoledora, tan ajena a la escala humana, que su mente, simplemente, se quebró. Los cimientos de su realidad se pulverizaron, y Alonso Valdemoro se precipitó en un abismo de locura cósmica.
Lo encontraron tres días después, acurrucado en la entrada de la cueva, catatónico. Sus ojos, otrora brillantes de inteligencia y ambición, eran ahora dos cuencas vacías que reflejaban un horror insondable. Balbuceaba frases inconexas sobre ángulos imposibles, ciudades sepultadas y la música de las piedras. En su mano crispada, aferraba con fuerza un fragmento de roca negruzca que emitía una débil fosforescencia verdosa y una extraña calidez. Sus cuadernos de campo, hallados en la choza que había ocupado, estaban llenos de anotaciones cada vez más erráticas y febriles, culminando en una serie de dibujos obsesivos del poliedro imposible y frases sueltas como "Nos oye pensar", "La tierra está viva y nos odia", "¡Los ángulos, los ángulos!". Fue evacuado de Las Hurdes como un fardo inerte, un despojo humano cuyo intelecto privilegiado había sido devorado por los secretos primordiales que la razón no puede ni debe sondear.
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De regreso en el mundo "civilizado", los médicos diagnosticaron un caso severo de "fiebre cerebral" exacerbado por las duras condiciones y la sugestión. Nadie dio crédito a sus delirios, que fueron convenientemente archivados como el producto de una mente brillante quebrada por el exceso de celo académico y el contacto con la barbarie. Alonso Valdemoro pasó el resto de sus días en un sanatorio, mirando fijamente la pared, a veces trazando en el aire con un dedo tembloroso figuras geométricas aberrantes, mientras un susurro casi imperceptible, como el roce de arena fina, parecía brotar de sus labios resecos. Las Hurdes, mientras tanto, continuaron sumidas en su aislamiento secular, guardando celosamente sus secretos ancestrales bajo un manto de pobreza y olvido, un recordatorio ominoso de que hay horrores más antiguos y profundos que la propia humanidad, latiendo pacientemente en las entrañas de piedra del mundo.
Nota histórica
Las Hurdes es una comarca situada en el norte de la provincia de Cáceres, Extremadura, España. Históricamente, ha sido una de las regiones más aisladas y deprimidas del país, caracterizada por una orografía muy accidentada, comunicaciones deficientes y una economía de subsistencia. Esta situación de aislamiento secular generó una "leyenda negra" en torno a la comarca, alimentada por crónicas que exageraban la pobreza, el atraso cultural y supuestas prácticas bárbaras de sus habitantes. Problemas sanitarios endémicos, como el bocio y el cretinismo (debidos principalmente a la deficiencia de yodo en la dieta y el agua), contribuyeron a esta imagen negativa. La visita del rey Alfonso XIII en 1922 y, sobre todo, el polémico documental "Las Hurdes: Tierra Sin Pan" (1933) de Luis Buñuel, que mostraba la miseria extrema de la región con una crudeza impactante (y no exenta de manipulaciones), fijaron en el imaginario colectivo la imagen de Las Hurdes como un enclave anclado en el pasado y la marginalidad. Aunque la situación ha mejorado drásticamente gracias a las inversiones y planes de desarrollo posteriores, la comarca sigue siendo un lugar con una fuerte identidad cultural y un pasado marcado por el aislamiento y la lucha contra un entorno natural especialmente duro. El relato toma como base este contexto histórico de aislamiento, pobreza, enfermedades endémicas y la "leyenda negra" asociada, para construir una ficción de horror cósmico y folclórico, imaginando una entidad ancestral ligada a la geología y las supersticiones locales como explicación sobrenatural a la particularidad y el sufrimiento histórico de la región.