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REQUIEM BAJO EL HIELO

La nieve descollaba como un sudario blanquecino sobre los campos de Berezina. Noviembre de 1812 se desvanecía entre el ulular del viento y el crepitar de las escasas hogueras que los soldados de la Grande Armée habían logrado encender con maderos humedecidos por la inclemente climatología. El teniente François Dubois contemplaba el horizonte cárdeno mientras sus dedos, ennegrecidos por la gangrena incipiente, intentaban asir la pluma con la que garabateaba su última misiva.

La retirada de Moscú se había convertido en un éxodo macabro. El ejército napoleónico, otrora magnífico y soberbio, era ahora una procesión de espectros famélicos que se arrastraban por la estepa rusa. François había visto cómo sus camaradas sucumbían uno tras otro, devorados por el frío, el hambre o los cosacos que, cual buitres, acechaban a los rezagados.

Aquella noche, mientras el campamento se sumía en un silencio interrumpido solo por los gemidos de los moribundos, François percibió una extraña luminiscencia que emanaba del río helado. Una fosforescencia verdosa que serpenteaba entre los bloques de hielo, como si el propio Berezina exhalara un hálito mortecino.

—¿Lo veis también? —preguntó a Armand, un granadero que compartía su exigua tienda.

—No veo más que la nieve y la muerte aguardándonos —respondió este con una mirada vidriosa—. Deberías descansar, mañana cruzaremos el río si los ingenieros terminan los puentes.

Pero François no podía apartar sus ojos de aquella emanación fantasmagórica. Entre la bruma, le pareció distinguir figuras humanas que emergían de las aguas gélidas. Siluetas translúcidas que portaban uniformes rasgados y rostros cenicientos con órbitas vacías donde antes hubo ojos.

Cuando el amanecer tiñó el cielo de un púrpura cadavérico, la orden de avanzar hacia los puentes se propagó entre la tropa. François, sumido en un duermevela febril, se incorporó con dificultad. Durante la noche había soñado con aquellos espectros que, según su delirio, eran los soldados caídos durante la campaña rusa que regresaban para reclamar a sus compañeros.

El cruce del Berezina comenzó bajo un bombardeo incesante de la artillería rusa. Los puentes, construcciones precarias de madera, se tambaleaban bajo el peso de la multitud desesperada. Civiles que habían seguido al ejército, carromatos cargados con el exiguo botín moscovita, heridos que se arrastraban dejando tras de sí un reguero escarlata sobre la nieve inmaculada.

François, en su delirio febril, vio cómo las aguas del río se agitaban violentamente bajo el puente. No era solo la corriente; eran manos espectrales que emergían de las profundidades, aferrándose a las piernas de los soldados que cruzaban, arrastrándolos hacia el abismo líquido.

—¡Los muertos! ¡Los muertos nos reclaman! —gritó François, pero su voz se perdió entre el fragor de la batalla y los lamentos de los heridos.

Un proyectil impactó contra uno de los puentes, enviando decenas de cuerpos al agua helada. François contempló horrorizado cómo los espectros recibían a los caídos, abrazándolos con sus extremidades etéreas, conduciéndolos hacia las profundidades donde ya no sentirían frío ni hambre.

Cuando le llegó su turno de cruzar, François vaciló. El puente se extendía ante él como una lengua de madera sobre el abismo. A ambos lados, los cosacos acribillaban a los rezagados. Detrás, el grueso del ejército ruso se aproximaba inexorablemente. No había alternativa.

Con pasos vacilantes, el teniente se adentró en el puente. Bajo sus pies, a través de las rendijas entre los tablones, podía ver las aguas turbias del Berezina y las formas fantasmagóricas que nadaban en ellas. Una mano espectral emergió repentinamente, aferrándose a su tobillo con una fuerza sobrenatural.

—Únete a nosotros, François —susurró una voz que reconoció como la de Pierre, su antiguo sargento, fallecido durante la batalla de Borodinó—. Aquí ya no hay sufrimiento.

François intentó zafarse, pero otras manos surgieron del agua, sujetándolo, tirando de él. El hielo que cubría parcialmente el río se quebró con un crujido ominoso, y el teniente sintió cómo su cuerpo era arrastrado hacia las gélidas aguas.

La sensación del agua helada fue paradójicamente reconfortante. El dolor de sus extremidades congeladas se desvaneció instantáneamente. François descendió hacia las profundidades, rodeado por los espectros de la Grande Armée. Miles de soldados flotaban en un silencioso cortejo subacuático, sus uniformes ondeando como algas, sus ojos vacíos fijos en él.

En ese instante de claridad previo a la muerte, François comprendió. No eran espíritus vengativos que buscaban arrastrar a sus camaradas. Eran almas compasivas que ofrecían una liberación del tormento terrenal. Una hermandad eterna en las profundidades del Berezina, donde el frío y el hambre ya no importaban.

François exhaló su último aliento, que ascendió en forma de burbujas plateadas hacia la superficie. Su cuerpo, liberado del sufrimiento, se unió al ejército de espectros que habitaban el río. Y allí permanecería, como guardián silente de las aguas de Berezina, aguardando a aquellos que, como él, buscaban escapar del horror de la guerra.

Desde entonces, los lugareños evitan acercarse al río durante las noches invernales. Aseguran que, cuando la luna ilumina las aguas con su luz argéntea, pueden verse las siluetas de los soldados napoleónicos emergiendo de las profundidades, extendiendo sus manos hacia los vivos, susurrando promesas de paz eterna en el lecho del Berezina.


Nota histórica

La batalla del río Berezina (26-29 de noviembre de 1812) constituye uno de los episodios más trágicos de la desastrosa retirada del ejército napoleónico de Rusia. Tras el incendio de Moscú y la imposibilidad de forzar una paz con el zar Alejandro I, Napoleón ordenó la retirada cuando el invierno ruso comenzaba a manifestarse con toda su crudeza. Al llegar al río Berezina, la Grande Armée, reducida a unos 49.000 combatientes (de los aproximadamente 500.000 que iniciaron la campaña), se encontró con que los rusos habían destruido el puente. El general Eblé y sus pontoneros lograron construir dos puentes precarios bajo condiciones extremas. El cruce se convirtió en una tragedia cuando miles de soldados y civiles que seguían al ejército intentaron pasar simultáneamente, mientras los rusos bombardeaban la posición. Se estima que entre 10.000 y 20.000 personas perecieron en las aguas heladas del Berezina. Esta batalla se ha convertido en sinónimo de desastre militar y ha dejado una profunda huella en la memoria colectiva europea, dando origen incluso a expresiones como "C'est la Bérézina" en francés, utilizada para describir situaciones catastróficas.