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EL SUSURRO DE LOS HUESOS

La penumbra vesperal se cernía sobre aquella vetusta calle parisina como un sudario, mientras Jean-Baptiste deambulaba con paso moroso entre las sombras. El aire, impregnado de miasmas y humedad, parecía susurrar antiguas advertencias que el médico, en su ambición científica, decidió desdeñar.

El Cementerio de los Inocentes emergía ante él como una monstruosa criatura aletargada. Antaño recinto consagrado, ahora era un infame vertedero de carnes putrefactas y osamentas hacinadas. Las fosas comunes, saturadas tras ocho siglos de inhumaciones incesantes, regurgitaban su macabro contenido. Los muros del camposanto, incapaces de contener la presión de los cadáveres, cedían paulatinamente, exhalando un hálito mortífero que se infiltraba en las bodegas colindantes, contaminando víveres y vino con el sabor de la putrefacción.

Jean-Baptiste, comisionado por el Rey para examinar aquel foco de pestilencia, extrajo de su maletín un pañuelo impregnado en vinagre aromático y lo presionó contra sus fosas nasales. No era la primera vez que inspeccionaba el lugar, pero jamás lo había hecho a esta hora crepuscular, cuando el sol agonizante proyectaba sombras descomunales sobre los montículos de tierra removida.

Un anciano sepulturero, figura cadavérica de tez cérea, le aguardaba junto a la entrada de la galería de los osarios.

—Monsieur Thouret, sea prudente —le advirtió con voz trémula—. Después del ocaso, dicen que los difuntos susurran.

Jean-Baptiste respondió con una sonrisa condescendiente. Las supersticiones populares le resultaban tan pueriles como predecibles.

—Los muertos callan, buen hombre. Es la descomposición la que habla.

La galería subterránea se abría ante él como las fauces de un leviatán pétreo. El sepulturero encendió un farol de aceite y se lo entregó con mano temblorosa.

—No me adentraré con usted, monsieur. Hay cosas que un hombre no debe presenciar dos veces.

Jean-Baptiste descendió en soledad por la escalinata que se hundía en las entrañas de la tierra. El aire se tornaba progresivamente más denso, como si la atmósfera misma se solidificara. El haz amarillento de su lámpara apenas lograba disipar las tinieblas circundantes.

La galería de osamentas se revelaba ante él, obscena exhibición de la mortalidad humana. Cráneos y tibias formaban patrones geométricos en las paredes, macabro mosaico compuesto con los restos de generaciones pretéritas. Jean-Baptiste avanzó, tomando notas mentales para su informe al monarca.

Fue entonces cuando lo escuchó. Un murmullo inicialmente, tan tenue que podría confundirse con el viento filtrándose entre las grietas de la piedra. Pero no había viento allí abajo, en aquella cripta hermética.

El susurro fue cobrando intensidad, convirtiéndose en un cuchicheo de voces superpuestas, como si cientos, miles de bocas invisibles articularan simultáneamente palabras incomprensibles. Jean-Baptiste sintió que el vello de su nuca se erizaba, pero su racionalidad científica acudió en su auxilio. «Son los gases de la putrefacción», se dijo, «escapando entre los intersticios de los huesos».

Continuó su inspección, adentrándose en galerías cada vez más profundas. El laberinto de osamentas parecía infinito, un dédalo construido con los vestigios de la mortalidad humana. Las voces —no, los sonidos, se corrigió a sí mismo— aumentaban su volumen a cada paso que daba.

En una cámara circular, descubrió algo perturbador. Los huesos no estaban dispuestos con el patrón ornamental habitual. Formaban una especie de altar o trono, sobre el cual reposaba un cráneo de proporciones anómalas. Jean-Baptiste, fascinado por aquella aberración anatómica, se aproximó para examinarlo.

Fue un error.

En el instante en que sus dedos rozaron la superficie del cráneo, las voces se transformaron en un clamor ensordecedor. Ya no podía negarlo: eran voces, cientos de ellas, susurrando, gritando, implorando en lenguas antiguas y modernas. Retrocedió, horrorizado, mientras el clamor se intensificaba hasta resultar insoportable.

Los huesos comenzaron a vibrar. Primero, un leve temblor, apenas perceptible. Después, un estremecimiento violento que hizo que cráneos y fémures entrechocaran como macabras castañuelas. Jean-Baptiste contempló, paralizado por el terror, cómo algunas falanges se desprendían de las paredes y caían al suelo, donde comenzaban a moverse por voluntad propia, como arañas óseas.

La razón le gritaba que huyera, pero sus piernas rehusaban obedecer. El farol resbaló de sus dedos entumecidos y se estrelló contra el suelo. El aceite inflamado generó un resplandor fugaz que reveló una visión que ningún hombre debería contemplar: los huesos se estaban ensamblando, formando figuras antropomorfas incompletas que se arrastraban hacia él con movimientos espasmódicos.

En ese instante de claridad, Jean-Baptiste comprendió. No era la pestilencia física lo que hacía del Cementerio de los Inocentes un lugar maldito. Era algo más antiguo, más profundo, como si la acumulación de sufrimiento y muerte hubiera impregnado la tierra misma.

Con un alarido que desgarró su garganta, Jean-Baptiste emprendió la huida por las galerías ahora sumidas en la más absoluta oscuridad. Sus manos palpaban las paredes, buscando el camino hacia la superficie. Tras él, el repiqueteo de huesos sobre piedra le indicaba que las abominaciones lo perseguían.

Un pensamiento aterrador cruzó su mente: ¿cuántos cadáveres habían sido arrojados a las fosas comunes a lo largo de los siglos? ¿Diez mil? ¿Cien mil? Las cifras danzaban en su cabeza mientras corría, tropezando con osamentas desperdigadas que parecían disponerse estratégicamente para obstaculizar su fuga.

Finalmente, divisó un tenue resplandor que se filtraba desde la superficie. Ascendió por la escalinata con la desesperación de un alma que escapa del averno, mientras a sus espaldas los susurros se convertían en un aullido colectivo de rabia ancestral.

Emergió violentamente al exterior, donde el sepulturero lo aguardaba con expresión sombría.

—Se lo advertí, monsieur —murmuró el anciano—. A esta hora, los muertos reclaman lo que les pertenece.

Jean-Baptiste lo miró, con el rostro desencajado y la respiración entrecortada.

—¿Qué... qué son? —logró articular.

—Los olvidados, monsieur. Los que fueron arrojados sin nombre ni dignidad. Los que nunca tuvieron una lápida ni una oración.

Jean-Baptiste dirigió una última mirada hacia la entrada de la galería. El clamor había cesado, pero sabía, con la certeza que proporciona el terror primigenio, que las entidades continuaban allí abajo, aguardando.

Tres días después, Jean-Baptiste Thouret presentó su informe al Rey Luis XVI. Con voz firme, desprovista de emoción, recomendó la clausura inmediata del Cementerio de los Inocentes y la exhumación y traslado de todos los restos a las catacumbas de París.

No mencionó los susurros, ni las figuras que se recomponían en la oscuridad. No habló de cómo, desde aquella noche, soñaba con voces que lo llamaban desde las profundidades de la tierra. Algunos secretos, concluyó, deben permanecer sepultados.

Pero en los túneles de las catacumbas, donde millones de huesos se apilan en silencio perpetuo, a veces se escucha un murmullo. Y aquellos que prestan atención juran que son voces antiguas, recitando nombres olvidados.

Nota Histórica:

El Cementerio de los Inocentes (Cimetière des Saints-Innocents) fue efectivamente uno de los cementerios más antiguos y saturados de París, operando desde el siglo XII hasta su clausura en 1780. Después de casi 800 años de uso continuo, contenía restos de aproximadamente dos millones de parisinos. La sobresaturación provocó que los muros del cementerio cedieran en 1780, vertiendo restos humanos en los sótanos de edificios adyacentes. Jean-Baptiste Thouret fue realmente un médico y político francés que participó en la comisión que inspeccionó el cementerio. Por decreto real, el cementerio fue cerrado y entre 1786 y 1788 sus restos fueron exhumados y trasladados a las hoy famosas catacumbas de París, en lo que constituyó una de las operaciones sanitarias más grandes emprendidas en la época premoderna.