En las entrañas vetustas de la imperial Toledo, donde las penumbras se diluyen cual espectros y el tiempo se torna inmutable cual mármol eterno, se yergue, majestuoso y sobrecogedor, el señorial alcázar de los egregios Condes de Orgaz. Sus pétreos muros, custodios silentes de centurias pretéritas, albergan arcanos que la nocturnidad desvela con susurros que estremecen el alma más templada. Fue en este insigne solar, cuando el año del Señor marcaba 1586, que el insigne maestro El Greco, recién arribado de la Serenísima República, se halló inmerso en una urdimbre de pavor y enigma que desafiaba los límites de la razón y la fe más acendrada.
El Conde, personaje de faz adusta y mirada penetrante cual saeta toledana, le condujo a una estancia donde un lienzo inmaculado aguardaba el toque de su pincel prodigioso. Mientras el maestro cretense disponía sus útiles pictóricos, el noble comenzó a desentrañar la crónica de su estirpe. Narró gestas de antepasados valerosos y una execración que pendía sobre su linaje desde tiempos inmemoriales. Según las crónicas familiares, un ancestro había sellado un pacto infausto con el Príncipe de las Tinieblas para obtener opulencia y poderío, mas cada generación debía satisfacer un tributo ominoso.
El Greco, cautivado y sobrecogido a partes iguales, principió su labor pictórica. Cada pincelada cobraba vida propia, cual si el lienzo no solo absorbiera los pigmentos, sino también las sombras y murmullos que poblaban la estancia. Conforme la obra progresaba, el artista advirtió cómo el Conde se tornaba cada vez más inquieto, sus ojos refulgían con un fulgor sobrenatural y sus manos se agitaban cual hojas otoñales.
El pintor retrocedió, presa del espanto más atroz, y corrió presuroso hacia la sala donde el Conde aguardaba. Al irrumpir en ella, encontró al noble postrado de hinojos, con los ojos desorbitados y el semblante descompuesto. "¡Es él! ¡El Príncipe de las Tinieblas viene a reclamar su débito!", exclamó el Conde antes de exhalar su último aliento.
El artista, con manos trémulas cual hojas al viento, dio término al cuadro, convirtiéndolo finalmente en una oscura imagen del sepelio del Conde. Al contemplar su obra, observó que el rostro del Conde había sufrido una metamorfosis inquietante. Sus ojos, otrora severos, ahora reflejaban un horror indescriptible, y en el fondo de la composición, apenas perceptible para el ojo profano, se vislumbraba la silueta siniestra de una figura envuelta en negros ropajes.
El Greco abandonó el alcázar aquella misma noche, sin osar volver la vista atrás. Jamás retornó a Toledo, y el retrato del Conde de Orgaz se erigió en obra maestra que, según las crónicas, aún hoy susurra arcanos secretos a aquellos temerarios que osan escrutar sus profundidades pictóricas.
En los años subsiguientes, el retrato del Conde de Orgaz se convirtió en objeto de múltiples especulaciones y relatos susurrados en las tabernas toledanas. Los lugareños aseguraban que, en las noches de luna llena, cuando el viento silbaba entre las callejuelas de la ciudad imperial, podían escucharse lamentos provenientes del palacio, como si las almas de todos los de Orgaz vagaran por sus corredores, prisioneros eternos de aquel pacto infernal.
Se dice que el propio El Greco, años después, confesó a su hijo Jorge Manuel que durante su estancia en el palacio había presenciado otros fenómenos inexplicables que nunca se atrevió a plasmar en lienzo alguno. Habló de sombras que danzaban en las paredes cuando no había nadie que las proyectara, de voces que emergían de las profundidades del palacio entonando cánticos en lenguas muertas, y de un frío sobrenatural que parecía emanar de las propias piedras del edificio.
Los archivos de la Inquisición toledana, descubiertos siglos después, revelaron que varios miembros de la servidumbre del palacio fueron interrogados acerca de los acontecimientos de aquellos días. Una doncella, cuyo nombre fue cuidadosamente tachado de los registros, describió cómo había encontrado en los aposentos del Conde extraños símbolos dibujados con sangre en el suelo, y velas negras que ardían sin consumirse durante días enteros.
El misterio del retrato se acrecentó cuando, durante la Guerra de la Independencia, los soldados franceses que intentaron saquear el palacio fueron encontrados al día siguiente en las calles aledañas, con el cabello completamente blanco y balbuceando incoherencias acerca de una figura encapuchada que los había perseguido por los pasillos del palacio.
Los restauradores que han trabajado en la obra afirman que los pigmentos utilizados por El Greco presentan propiedades inexplicables: parecen vibrar bajo ciertas condiciones de luz, y las muestras tomadas para su análisis desaparecen misteriosamente de los laboratorios.
La leyenda del pacto diabólico de los Condes de Orgaz persiste en la memoria colectiva de Toledo, y aunque la línea sucesoria se extinguió hace siglos, algunos aseguran que en las noches más oscuras, cuando la niebla envuelve las calles de la ciudad antigua, aún puede verse una figura aristocrática recorriendo los alrededores del palacio, como si continuara pagando, eternamente, el precio de aquel terrible pacto sellado con el Príncipe de las Tinieblas.
Nota Histórica
Este relato se basa en la leyenda de la maldición que supuestamente pesaba sobre la familia de los Condes de Orgaz, una nobleza toledana del siglo XVI. El pintor El Greco, en efecto, realizó el famoso cuadro "El Entierro del Conde de Orgaz" en 1586, que se encuentra en la iglesia de Santo Tomé en Toledo. La leyenda de la maldición y el pacto con el diablo es una adición ficticia a un hecho histórico real.