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EL SOLEMNE ABRAZO DEL FUEGO

El crepúsculo descendía sobre la plaza con una morosidad glacial, cual si el firmamento mismo se resistiera a desprenderse de las sombras que arrastraba en su lento discurrir. Un céfiro gélido y acre siseaba entre los adoquines de la plaza central, donde una muchedumbre expectante aguardaba, petrificada, el inminente acontecimiento. Era el año de gracia de 1481, y aunque las piras del Santo Oficio no resultaban inhabituales en aquellos territorios, algo en la atmósfera, en la forma en que las llamas parecían danzar hacia los cielos, auguraba que esta ocasión sería diferente. Más escalofriante. Más execrable.

Rodrigo de Carvajal, prestamista ávido de fortuna, momentáneamente arrepentido de su desmedida codicia, se aferraba con desespero a la rodilla de la hermana Catalina, cuyo semblante aparecía iluminado por las lenguas de fuego de las antorchas. Sus ojos, órbitas de una oscuridad impenetrable, revelaban una sonrisa de dientes que destilaban una maldad ancestral, remota. "El fuego, Rodrigo, purifica", musitó con voz semejante al tintinear de broncíneas campanillas. "Y el alma, una vez purificada, hallará su lugar en el firmamento del Señor".

Rodrigo, transido de pavor, forcejaba por desasirse de aquel férreo agarre de las cadenas, mas las manos de la monja lo aprisionaban con vigor sobrehumano, cual garras de acero bruñido. "¿P-purificación?", balbuceó, su lengua tropezando entre silabas temblorosas. "Usted no es... no puede ser... no puede ser una representante de Dios en la tierra".

La hermana Catalina ladeó su cabeza, y en su sonrisa se acrecentó una ironía que heló la sangre de Rodrigo hasta los tuétanos. "El Señor, Rodrigo, es misericordioso. Mas también es justo. Y cuando el fuego devora la carne, el alma... el alma se regocija".

La muchedumbre, hasta entonces muda testigo, prorrumpió en un murmullo contenido. Algunos fieles dibujaban signos de la cruz, mientras los más audaces intercambiaban miradas de velada inquietud.

Las estacas, bruñidas bajo la luz de la luna gibosa, esperaban. Seis figuras, sus semblantes una amalgama de temor y desafío, eran conducidas hacia la pira. Entre ellas, Rodrigo de Carvajal, cuyos miembros temblaban frenéticamente mientras su corazón repicaba como tambor enloquecido contra sus costillas.

Conforme las llamas comenzaban a surgir, lamiendo la pira con un apetito casi consciente, la mente de Rodrigo se debatía en los limbos de su memoria, en pos de una postrera esperanza, un fragmento de fe que pudiera redimirlo.

Mas cuando, ya atado en la estaca, el fuego ascendió por sus piernas, consumiéndolo en su ardiente abrazo, Rodrigo comprendió con una lucidez rayana en la demencia que la hermana Catalina había tenido razón. El fuego purificaba. Arrancaba la carne, reducía los huesos a ceniza, pero el alma... el alma bailaba en aquel resplandor infernal, libre al fin de las cadenas de la mortalidad.

La muchedumbre, reducida ahora a meras siluetas contra el telón ígneo, contemplaba en un silencio atónito cómo las llamas parecían retorcerse cual si elevaran una plegaria. Y frente al incendio, una figura emergió: la hermana Catalina, erguida, amenazante, con unos ojos que ardían con un fuego no terrenal. Su risa resonaba sobre la plaza, un sonido capaz de cuajar la sangre y helar el alma más templada.

Porque en aquel instante, mientras el primer auto de fe de la Inquisición española alcanzaba su paroxismo, el mundo más allá de las llamas conocía el verdadero terror. No habían sido testigos de una mera ejecución, sino de una consagración. La consagración del terror de la Santa Inquisición.

Nota Histórica:

El primer auto de fe de la Inquisición española se celebró el 6 de febrero de 1481 en Sevilla, bajo la dirección del infame fray Tomás de Torquemada. Seis personas fueron quemadas en la hoguera, acusadas de herejía y judaísmo. Este evento marcó el comienzo de uno de los capítulos más brutales de la historia de España, caracterizado por la tortura, la intolerancia religiosa y la supresión del disenso.