El velatorio, dispuesto con premura, se iluminaba con el tremulante resplandor de los cirios, cuya luz vacilante apenas lograba disipar las sombras que acechaban en los rincones. Los antiguos retratos en las paredes parecían observar la escena con ojos vigilantes, mientras el ulular del viento nocturno, que arremetía contra los ventanales con furia desatada, susurraba como un dedo helado sobre las almas de los presentes.
La princesa reposaba sobre el suntuoso catafalco, ataviada con un austero camisón de lino inmaculado que contrastaba vívidamente con la penumbra circundante. Sus manos, de una delicadeza casi etérea, descansaban cruzadas sobre su pecho, como si aún buscaran palabras que pronunciar, y sus labios permanecían sellados con firmeza, cual guardianes de secretos inefables.
El conde de Stolberg, padre de la princesa, permanecía sumido en un silencio sepulcral, envuelto en un manto de luto que parecía absorber hasta el último vestigio de luz. A su lado, la condesa derramaba lágrimas silenciosas mientras sostenía a una niña pequeña, la última hija de la princesa, que dormitaba ajena al horror que la rodeaba.
De súbito, un gemido lastimero rasgó el silencio. En el umbral de la puerta se alzaba la figura de un mastín negro, de ojos relucientes y pelaje azabache, el mismo can que había acompañado fielmente a la princesa durante sus últimos días de vida. El animal, ausente hasta entonces de la cámara mortuoria, profirió un ladrido que resonó como una advertencia ominosa, mientras su mirada penetrante se clavaba en el cuerpo yacente de su ama.
Fue entonces cuando el horror comenzó a manifestarse.
La luna, pálida custodio de la noche, se deslizó tras un velo de nubes mientras una opresión inexplicable se apoderaba del pecho de cada presente. El aire se tornó denso y pútrido, como si las antiguas paredes del castillo comenzaran a estrecharse sobre ellos, ahogándolos en una atmósfera saturada de terror primigenio.
El conde, hombre de complexión robusta y semblante austero, intentó mantener la compostura, pero sus manos, posadas sobre el dosel del catafalco, temblaban perceptiblemente, como si una fuerza sobrenatural disputara con él el dominio de la situación.
Las llamas de los cirios se agitaron violentamente, y su luz se intensificó de manera antinatural, proyectando sombras danzantes que parecían cobrar vida propia. En ese instante, el mastín negro emitió un aullido agónico que pareció despertar a los propios muertos.
Y así sucedió.
El cadáver de la princesa se estremeció.
Un escalofrío colectivo recorrió la estancia cuando sus párpados se abrieron de golpe, revelando dos pozos de oscuridad absoluta que brillaban con una intensidad diabólica. Un rugido gutural emergió de su garganta, y sus labios, antes sellados, se separaron para exhalar un hálito pestilente que inundó la cámara con el hedor de la putrefacción.
El corazón del conde de Stolberg se detuvo por un instante. La princesa se irguió sobre el catafalco con movimientos espasmódicos, y sus manos se elevaron hacia el vacío como garras ávidas de presa. Sus ojos, ahora ardientes de una vida infernal, se clavaron en su hija pequeña, que dormía ignorante del horror en brazos de la condesa.
Un alarido sobrenatural brotó de la garganta de la princesa mientras su cuerpo se retorcía en contorsiones imposibles, como si una entidad maligna hubiera tomado posesión de su carne mortal. El sudario de lino se rasgó, revelando un cuerpo que se movía con una violencia antinatural.
La princesa, en su furia demoníaca, se alzó sobre el catafalco como suspendida por hilos invisibles. Sus dedos, transformados en garras, se cerraron sobre el cuello del fiel animal, y con una fuerza sobrehumana, lo estranguló mientras de su boca emanaban sonidos blasfemos en una lengua olvidada.
El conde, sobrepasado por el horror, profirió un grito que despertó a la niña. Los ojos de la pequeña se abrieron, y su rostro se iluminó con una sonrisa macabra que heló la sangre de los presentes.
Y entonces, todo cesó.
Un silencio sepulcral se apoderó de la estancia mientras los cirios se extinguían simultáneamente, sumiendo el castillo en una oscuridad absoluta y tangible. El cuerpo de la princesa se desplomó sobre el catafalco con un ruido sordo, como si la presencia maligna que lo habitaba hubiera partido en busca de nuevos dominios.
El conde de Stolberg, temblando incontrolablemente, tomó a su nieta en brazos y huyó de la cámara mortuoria, seguido por la condesa que, en un último acto de piedad, recogió el cuerpo sin vida del leal mastín.
Desde aquella noche fatídica, los sirvientes del castillo comenzaron a murmurar que la princesa Luisa de Baden no había sucumbido a enfermedad alguna, sino que había sido víctima de una maldición ancestral que amenazaba con perseguir a todos los que osaran permanecer entre aquellos muros malditos. Y se dice que, en las noches de luna llena, cuando el viento aúlla entre las almenas del castillo de Darmstadt, aún puede escucharse el lamento de un perro que gime en las profundidades de la fortaleza, acompañado por la risa demencial de una dama que cabalga sobre las tinieblas, eternamente unida a su guardián canino.
Nota Histórica
Este relato se fundamenta en los acontecimientos históricos del velatorio de la princesa Luisa de Baden, acaecido en 1789 en el castillo de Darmstadt. Según las crónicas de la época, la princesa pereció prematuramente víctima de una dolencia que consumió su cuerpo en el transcurso de escasos días. Su nieto, el príncipe Louis de Arenberg, dejó constancia en sus memorias de extraños sucesos inexplicables durante el velatorio, incluyendo el comportamiento errático de la servidumbre y la aparición de figuras espectrales. Si bien no existen evidencias documentales que corroboren los acontecimientos sobrenaturales descritos en el relato, el ambiente de inquietud que reinaba en los albores de la Revolución Francesa, unido a las creencias populares en la brujería y las maldiciones, constituyó un caldo de cultivo propicio para el florecimiento de leyendas y mitos en torno a su figura.