Dentro del santuario, el profesor Mijaíl Guerasimov, un hombre de ciencia cuya fama trasvasaba las fronteras de la Unión Soviética, no se inmutaba. Sus manos, diestras y resueltas, se movían con la precisión de un relojero avezado, retirando el último fragmento de la losa de jaspe verde que sellaba la tumba de Timur, el cojo, el azote de Dios, Tamerlán. Un murmullo tenso, una suerte de suspiro contenido, se propagó entre los presentes. El doctor Yacov Guerasimov, su joven y prometedor asistente —y su sobrino, detalle que el profesor, en su austeridad, nunca mencionaba, aunque se le notaba el orgullo en la mirada—, un hombre de facciones afiladas y una inteligencia centelleante como el acero bruñido, sostenía la respiración. Sus ojos, habitualmente tan perspicaces, ahora estaban dilatados por la expectación y una incipiente zozobra. La humedad del subsuelo, antaño un mero inconveniente, se había trocado en una gélida caricia, envolviendo sus tobillos y ascendiendo por sus piernas, una sensación que no remitía a la frescura, sino a la putrefacción, al frío de la ultratumba.
Un silencio sepulcral y atronador se cernió sobre la cámara. Los obreros, que antes habían bromeado y sudado con afán, ahora se habían vuelto estatuas de carne y hueso, sus rostros contraídos por un miedo atávico. El profesor Guerasimov, en su estoicismo científico, intentó disipar la tensión con un ademán desdeñoso: "¡Supersticiones de viejas, Yacov! Un mero intento de amedrentar a los saqueadores. La ciencia no se doblega ante patrañas de antaño". Pero su voz, aunque firme, carecía de la convicción habitual, y un pequeño temblor apenas perceptible en sus dedos, mientras encendía un cigarrillo, delató la grieta en su armadura racional.
Esa noche, una tormenta inusitada azotó Samarcanda, sus truenos retumbando como gritos ancestrales sobre los tejados y los relámpagos iluminando intermitentemente el cielo, revelando la silueta sombría del Gur-e Amir. El viento, que antes era una brisa cálida, se había convertido en un aullido furioso, arrastrando consigo no solo la arena del desierto, sino también la inquietud que se había infiltrado en los corazones de la expedición. Yacov, incapaz de conciliar el sueño, se asomó a la ventana de su aposento en la casa de huéspedes. La visión de la ciudad, empapada y batida por el temporal, le pareció fantasmagórica, como si el propio espíritu de Tamerlán se hubiera levantado para reclamar su pertinaz reposo. La inscripción, aquella profecía funesta, se había grabado a fuego en su mente.
Los días que siguieron fueron una vorágine de noticias funestas. Ciudades caían como fichas de dominó, ejércitos se desintegraban, y el fantasma de la derrota se cernía sobre la patria. La expedición arqueológica, que antes había sido un faro de conocimiento y progreso, se vio obligada a empacar sus herramientas y hallazgos con una celeridad febril. El rostro de Yacov, antes iluminado por la pasión científica, se había demacrado, sus ojos hundidos por la vigilia y el desasosiego. Cada informe de radio, cada mapa que mostraba el avance de las tropas nazis, era una nueva punzada que confirmaba la maligna sentencia que se había liberado.
La obsesión por la conexión entre la apertura de la tumba y la invasión se apoderó de Yacov con una fuerza inexorable. Noches enteras las dedicaba a revisar los diarios de campo del profesor, a buscar en antiguos manuscritos persas y árabes, a rastrear cualquier indicio, por ínfimo que fuera, que pudiese arrojar luz sobre aquel abismo de coincidencia. Su mente, antaño tan lúcida, comenzó a derrapar por sendas tortuosas, pobladas de visiones febriles y susurros inaudibles. La figura de Tamerlán, el conquistador cojo, se le aparecía en sueños, no como un esqueleto inerte, sino como una sombra colosal y amenazante, sus ojos hundidos brillando con una malicia ancestral.
El profesor Guerasimov, absorto en sus propios tormentos, no se percató del deterioro gradual de su sobrino. La guerra, con su feroz maquinaria de destrucción, había monopolizado la atención de todos. Sin embargo, una mañana, al entrar en el laboratorio improvisado, encontró a Yacov con el medallón de obsidiana en la mano, sus ojos desorbitados y febriles. "¡Profesor!", exclamó Yacov, su voz un ronquido áspero, "¡no fue una coincidencia! ¡La bestia de hierro, las legiones de tanques, los panzer! ¡Todo estaba predicho!" El profesor, por primera vez, sintió un escalofrío que no provenía del frío, sino del miedo a la locura.
Decidió enviar a Yacov de vuelta a Moscú, con la excusa de que necesitaban su perspicacia para catalogar los hallazgos en el Museo del Hermitage. En realidad, esperaba que el cambio de aires y la cercanía de la capital, aún no tocada por la guerra, pudieran templar su espíritu atribulado. Pero el viaje de Yacov no fue el retorno a la cordura que su tío esperaba. La semilla del terror ya había germinado en su mente, y cada kilómetro que lo acercaba a la Rusia en guerra solo alimentaba su paroxismo.
Llegó a Moscú en medio de un caos indescriptible. La ciudad, antes un hervidero de vida, ahora era un fantasma de sí misma, sus calles vacías, sus edificios tapiados, sus habitantes evacuados o en la línea de frente. El museo, antes un remanso de historia y arte, se había convertido en un refugio improvisado, sus salas atestadas de tesoros empaquetados y esperando ser trasladados a lugares más seguros. Pero Yacov no encontró consuelo en el orden ni en la protección. Su mente estaba irremediablemente ligada a la maldición desatada.
En las noches de bombardeos, mientras las sirenas ululaban y las explosiones sacudían los cimientos de la ciudad, Yacov se refugiaba en las profundidades del museo, entre las sombras de los artefactos ancestrales. Creía escuchar el eco de los pasos de Tamerlán en los pasillos vacíos, el chasquido de sus huesos desenterrados, el susurro de la inscripción que se había grabado en su memoria. La bestia de hierro, para él, no era solo una metáfora de los tanques nazis; era una entidad tangible, un demonio invocado por la osadía de unos pocos hombres de ciencia.
Allí, entre el gemido de los heridos y el olor a antiséptico, Yacov languideció. Su mente se había quebrado definitivamente. Los médicos, en su informe, hablaron de un colapso nervioso severo, producto del estrés de la guerra y de una posible predisposición psiquiátrica. Pero Yacov, en sus momentos de lucidez, seguía aferrándose al medallón de obsidiana, susurrando la profecía que se había convertido en su verdadera y aterradora realidad. Murió semanas después, no por las heridas de guerra, sino por una fiebre implacable, consumido por el terror que había liberado.
El profesor Guerasimov, al enterarse de la muerte de su sobrino, sintió un aguijonazo de culpa que se sumó a su propia aflicción por la guerra. La ciencia, su diosa inmaculada, parecía haberlo traicionado. La inscripción en la tumba de Tamerlán, antes un dato curioso, se había transformado en un símbolo ominoso. La victoria final sobre el invasor, cuando finalmente llegó, se sintió agridulce, teñida por el recuerdo de la profecía cumplida y el sacrificio silencioso de aquellos que, como Yacov, habían sucumbido al horror que la historia había desenterrado.
Nota histórica
El relato se basa en la leyenda popular en torno a la apertura de la tumba de Tamerlán (Timur el cojo) en Samarcanda, actual Uzbekistán, por un equipo de arqueólogos soviéticos liderado por el antropólogo Mijaíl Mijáilovich Guerasimov. La tumba fue abierta el 20 de junio de 1941.
La leyenda cuenta que en el sarcófago de Tamerlán había una inscripción que rezaba: "Quienquiera que abra mi tumba desatará sobre su pueblo un invasor más terrible que yo". Curiosamente, dos días después de la apertura de la tumba, el 22 de junio de 1941, la Alemania nazi lanzó la Operación Barbarroja, la invasión a gran escala de la Unión Soviética, que resultó en una de las campañas militares más devastadoras y sangrientas de la historia.
Algunos informes sugieren que los lugareños intentaron advertir a los arqueólogos sobre la profecía, pero fueron ignorados. La coincidencia temporal entre ambos eventos alimentó la creencia en una maldición o una profecía. Lo cierto es que, tras la invasión nazi, el cuerpo de Tamerlán fue devuelto a su tumba con honores militares en noviembre de 1942, y la creencia popular sostiene que la marea de la guerra comenzó a cambiar a favor de la Unión Soviética poco después, con la victoria en Stalingrado.
Cabe destacar que no existe evidencia histórica fehaciente de la inscripción "Quienquiera que abra mi tumba desatará sobre su pueblo un invasor más terrible que yo" antes de la apertura de la tumba. Es probable que esta leyenda surgiera o se popularizara a raíz de la invasión nazi, como una forma de dar sentido a un evento tan catastrófico y encontrar una explicación en el misticismo o la superstición. Mijaíl Guerasimov fue un antropólogo real y pionero en la reconstrucción facial a partir de cráneos, y realmente exhumó los restos de Tamerlán.