Mi nombre es Martín de Larralde, y mi estirpe ha habitado estas tierras desde que el tiempo es tiempo, mis ancestros labrando la piedra y el temor con idéntica constancia. Aquella noche, mi mirada, aún joven y crédula, se posaba sobre María de Echalar, la curandera del pueblo, cuyos ojos, antaño lucientes de sabiduría, ahora rebosaban de una desesperación abismal. Había sido siempre una mujer de bien, sus manos expertas aliviando fiebres y componiendo huesos rotos con un ungüento de hierbas y una oración al Padre. Pero ahora, las acusaciones zumbaban como avispas rabiosas: "¡Bruja! ¡Servidora del Maligno! ¡Adoradora de la Cabra Negra!". Y la voz de la muchedumbre, un coro gutural, clamaba por su condena.
El proceso había sido una farsa grotesca. Los inquisidores, con sus ropajes oscuros y sus mentes pétreas, habían llegado a Zugarramurdi como buitres sobre la carroña. Sus métodos, una perversión de la justicia divina, consistían en el tormento y la sugestión. Una palabra arrancada bajo el yugo del dolor, un grito de agonía interpretado como confesión, y la condena estaba sellada. Graciana de Barrenechea, la anciana lavandera cuya risa antaño resonaba por el arroyo, fue la primera en sucumbir. Su piel, marchita como pergamino antiguo, no pudo soportar el potro, y sus balbuceos, incoherentes y desgarrados, fueron transcritos como pactos con el diablo.
Lo que siguió fue un descenso a los abismos de la locura. La Inquisición no buscaba la verdad, sino la confirmación de sus propias paranoias. Las acusaciones se propagaban como la peste, saltando de boca en boca, contagiando el miedo y la desconfianza. Las confesiones forzadas dieron lugar a nombres y más nombres, en una cadena interminable de delaciones. Mujeres, hombres, incluso niños, fueron arrastrados ante el tribunal, sus vidas destrozadas por la sospecha y la ignorancia. Se les acusaba de volar por los aires montadas en escobas, de transformarse en animales, de celebrar misas negras y de copular con el mismísimo Satanás. Ridículas patrañas para mentes racionales, pero verdades inmutables para aquellos que veían el pecado en cada esquina y el diablo en cada sombra.
El clímax de aquella orgía de crueldad fue el auto de fe de Logroño. No fue en Zugarramurdi, no. Los inquisidores prefirieron un escenario más grandioso para su espectáculo macabro. Treinta y una almas de Zugarramurdi, y de otros pueblos vecinos, fueron exhibidas públicamente ante una multitud ávida de sangre y espectáculo. Diez de ellas fueron condenadas a la hoguera, sus cuerpos destinados a la purificación por el fuego, sus almas a la redención por el dolor. Entre ellas, la anciana Graciana y la sabia María. Sus rostros, ya consumidos por la desesperación, no mostraban sorpresa, solo una resignación pálida. El humo ascendió al cielo, llevando consigo los últimos suspiros de una injusticia indecible, el aroma a carne quemada, y el hedor de la intolerancia.
Volví a Zugarramurdi con el corazón encogido y el alma lacerada. El pueblo, antaño bullicioso y alegre, ahora era un sepulcro de murmullos y miradas furtivas. La desconfianza se había cernido sobre cada hogar, cada familia. Las madres vigilaban a sus hijas con un miedo silencioso, y los hombres se evitaban en las tabernas. La histeria había pasado, sí, pero las cicatrices quedaron, profundas e invisibles. La cueva de Zugarramurdi, lugar de antiguas leyendas y ritos ancestrales, se convirtió en un monumento a la barbarie. La gente evitaba su entrada, temiendo que el eco de los gritos de las brujas aún resonara entre sus paredes de piedra. Y así, con el tiempo, la historia se fue tejiendo con el mito, y la realidad, cruel y desoladora, se fue diluyendo en la leyenda. Pero el recuerdo de aquellas llamas, de aquellos ojos suplicantes, nunca me abandonó. Una sombra persistente, un recordatorio perenne de la fragilidad de la razón y la monstruosidad de la fe ciega.
Nota histórica: El caso de las brujas de Zugarramurdi fue un proceso de la Inquisición española, celebrado en 1610 en Logroño, que supuso uno de los episodios más célebres y trágicos de la persecución de la brujería en España. La histeria colectiva se desató en la localidad navarra de Zugarramurdi, en el corazón del País Vasco francés, tras las acusaciones de una joven llamada María de Ximildegui, quien afirmó haber participado en aquelarres. A partir de sus confesiones, se inició un proceso inquisitorial que llevó a la detención de un gran número de personas.
Los inquisidores, especialmente Alonso de Salazar y Frías, fueron reacios a creer las acusaciones de brujería sin pruebas tangibles, pero la presión popular y el fanatismo de otros miembros del tribunal llevaron a condenas. A pesar de que Salazar y Frías defendió que no había pruebas sólidas de brujería real, sino más bien de delirios y sugestión, y que las confesiones eran producto de la tortura y la manipulación, su voz fue minoritaria. El resultado del auto de fe de Logroño fue la condena a la hoguera de once personas, seis de las cuales fueron quemadas en efigie (al haber fallecido en prisión o haber huido), y otras cinco fueron quemadas vivas. Este evento marcó un punto de inflexión en la historia de la brujería en España, ya que la Inquisición, a partir de entonces, adoptó una postura mucho más cautelosa y escéptica en los casos de brujería, reconociendo la necesidad de pruebas más allá de las confesiones obtenidas bajo tortura.