Clara Guitart, estudiante de magisterio y aspirante a poeta, se detuvo frente a aquel escaparate como quien se topa con un vestigio de otro tiempo. Llevaba prisa, pero algo en la quietud de aquella tienda la atrajo, como un susurro entre la multitud. Empujó la puerta.
Una campanilla tintineó como el lamento de un instrumento olvidado. Dentro, el aire estaba impregnado de lavanda, polvo y un leve aroma a cera. Las paredes, cubiertas de papel floreado, y los mostradores de caoba componían un decorado detenido en la década de los cincuenta. Una mujer de rostro pálido y sonrisa de vitrina se aproximó con una reverencia leve.
—Bienvenida a La Sirena. ¿En qué puedo ayudarla?
—Buscaba... algo especial. —Clara se sintió estúpida al verbalizarlo.
—Para ocasiones especiales, tenemos un salón de probadores más discreto al fondo. Venga conmigo.
La mujer la guió por un pasillo estrecho flanqueado por vitrinas de encajes y cintas de satén. Al llegar al fondo, corrió una cortina de terciopelo color berenjena. El probador era un cubículo con suelo de madera crujiente, un taburete tapizado y un espejo de cuerpo entero enmarcado en hierro forjado.
Clara se despojó de su abrigo y comenzó a probarse un corsé azul noche. Al alzar la vista, algo en el espejo le hizo contener el aliento. Su reflejo no la imitaba con exactitud: había un ligero retardo, una vacilación, como si aquella otra Clara viviera un instante por detrás de ella.
Se acercó al cristal y lo tocó. Estaba tibio. Entonces, el espejo giró sobre un eje invisible y se abrió como una puerta. Una mano enguantada emergió de la oscuridad y la sujetó con fuerza, arrastrándola al otro lado.
Despertó en una sala sin ventanas, con lámparas de luz mortecina colgando del techo como insectos muertos. Varias jóvenes, algunas inconscientes, yacían en camastros de hierro cubiertos con sábanas raídas. Todas llevaban lencería antigua, como salidas de un museo textil. Una voz masculina, acompasada y gutural, resonó desde una esquina oscura:
—Muy bien, ya tenemos una nueva.
Clara intentó gritar, pero un pañuelo empapado en un olor acre cubrió su rostro. Volvió a perder el conocimiento.
El tiempo se desdibujó. Podía haber sido una noche o una semana. Las jóvenes eran vigiladas por mujeres vestidas de enfermeras, que no hablaban, solo aplicaban inyecciones y ajustaban corsés. Una de las cautivas, una francesa llamada Yvette, le susurró:
—Nos preparan para algo... para alguien. Algunas desaparecen por la puerta del fondo y no regresan.
Clara observó aquella puerta, blindada y siempre custodiada por una figura encapuchada. Cada noche, el eco de pasos acompañados por quejidos y sollozos quebraba el silencio.
Una madrugada, aprovechando un apagón momentáneo, Clara y Yvette lograron neutralizar a una de las "enfermeras" y robarle las llaves. Recorrieron pasadizos de piedra, bajaron por escaleras que olían a humedad y salitre, y al fin emergieron en un muelle del puerto de Barcelona.
Tiritando bajo la lluvia, alertaron a una patrulla de la Guardia Urbana. La operación policial posterior halló el local completamente vacío. Ninguna traza de sótanos, ningún espejo giratorio. La Sirena cerró una semana después, oficialmente por motivos de salud de la propietaria.
Años más tarde, Clara pasó por la calle Pelai convertida en profesora de literatura. En el número 26 había ahora una franquicia de ropa juvenil. Entró, por pura curiosidad. Al fondo, un conjunto de probadores modernos la esperaba. En uno de ellos, notó algo extraño en el espejo: una joven, de lencería azul noche, se despedía de ella con una sonrisa trágica.
Clara salió sin decir palabra. Desde entonces, evitó pasar por esa calle. Y jamás, bajo ninguna circunstancia, volvió a mirarse en un espejo de cuerpo entero sin encender antes la luz.