Translate

LA CAMPANA DEL DIABLO

El ocaso se derramaba como sangre coagulada sobre las vetustas piedras de la catedral de San Esteban. El maestro campanero, Nikolaus Schreier, ascendía con paso cansino los desgastados peldaños de la torre norte, mientras sus dedos afilados acariciaban la rugosa superficie de la pared, testigo secular de innumerables subidas y bajadas. El año del Señor de 1683 había traído consigo presagios funestos: una plaga de langostas había devorado los campos circundantes, y el avance inexorable del ejército otomano amenazaba con engullir Viena en sus fauces mahometanas.


Los rumores que circulaban por las callejuelas de la ciudad hablaban de rituales paganos celebrados en las afueras, donde los gitanos y otros marginados sociales buscaban protección contra la amenaza turca mediante prácticas que la Santa Madre Iglesia consideraba herejías. Nikolaus, desde su atalaya privilegiada, había sido testigo de extrañas luminarias nocturnas en los límites de la ciudad, pero guardaba silencio, temiendo que sus palabras pudieran despertar la suspicacia del Santo Oficio.


La guerra se cernía sobre la ciudad como un águila hambrienta, y el deber de Nikolaus era hacer sonar las campanas para advertir a la población de cualquier aproximación enemiga. Sin embargo, aquella tarde de septiembre, algo era diferente. El metal de la campana mayor, fundido hacía apenas tres meses, emanaba un tenue resplandor verdoso en la penumbra crepuscular. El anciano campanero se santiguó, recordando los extraños sucesos que habían rodeado su creación.


El fundidor, un artesano llegado de las tierras bajas de Bohemia, había insistido en utilizar el bronce recuperado de los cañones turcos capturados en escaramuzas previas. "El metal del enemigo sonará más dulce", había proclamado con una sonrisa torcida que no alcanzaba sus ojos. Pero lo que nadie sabía era que también había incorporado algo más: los huesos pulverizados de los soldados caídos, tanto cristianos como musulmanes, mezclados con el metal fundido en una blasfema aleación.


La noche de la fundición había sido particularmente siniestra. Una tormenta de proporciones bíblicas azotaba la ciudad, y los relámpagos iluminaban el taller del fundidor con destellos espectrales. Los aprendices juraban haber escuchado cánticos en lenguas paganas emanando del horno de fundición, y el propio Nikolaus, que supervisaba el proceso, había visto rostros atormentados formándose en el metal líquido.

Cuando la campana emitió su primer tañido, los pájaros cayeron muertos del cielo y los niños del coro comenzaron a sangrar por los oídos. El fundidor desapareció aquella misma noche, dejando tras de sí un penetrante olor a azufre. Desde entonces, cada vez que la campana sonaba, las personas aseguraban escuchar gritos de agonía entremezclados con sus vibraciones.


Los sacerdotes habían intentado exorcizar la campana en tres ocasiones, pero cada intento había terminado en tragedia. El primer sacerdote perdió la razón, el segundo quedó mudo de forma permanente, y el tercero se arrojó desde lo alto de la torre, proclamando que había visto el rostro del Anticristo en el metal bruñido.


La esposa de Nikolaus, Martha, una mujer devota que durante cuarenta años había compartido su vida en la torre de la catedral, comenzó a experimentar visiones perturbadoras. Hablaba de soldados muertos que se arrastraban por las escaleras durante la noche, y de conversaciones en turco y alemán que emanaban de las paredes. Una mañana, la encontraron cataléptica frente a la campana, con los ojos en blanco y murmurando profecías apocalípticas en lenguas que jamás había conocido.


Aquella noche, mientras Nikolaus se disponía a dar el toque de vísperas, un resplandor verdoso comenzó a emanar de las inscripciones grabadas en el bronce. Las palabras en latín, que supuestamente eran una plegaria de protección, comenzaron a retorcerse y transformarse ante sus ojos, adoptando la forma de caracteres arábigos que parecían serpientes danzantes.


El primer golpe del badajo resonó con un timbre antinatural que hizo temblar los cimientos mismos de la catedral. El segundo golpe trajo consigo un coro de lamentos que parecían surgir de las profundidades del infierno. Al tercer golpe, Nikolaus vio horrorizado cómo figuras espectrales emergían del metal, guerreros cristianos y otomanos unidos en una danza macabra de muerte eterna.


Las apariciones portaban las heridas mortales que habían sufrido en batalla: gargantas cercenadas, vientres abiertos, miembros amputados. Pero lo más terrorífico era que sus rostros mostraban una expresión de éxtasis, como si hubieran encontrado un placer perverso en su tormento eterno. Y junto a ellos, Nikolaus reconoció con horror al fundidor bohemio, su piel ahora del mismo color verdoso que el metal maldito.

La campana comenzó a sonar por sí sola, cada tañido más potente que el anterior, mientras las almas atrapadas en su interior clamaban por liberación. El campanero intentó huir, pero sus piernas no respondían. El metal maldito comenzó a licuarse, goteando como lágrimas ardientes que consumían todo lo que tocaban. Las gotas formaban patrones en el suelo, símbolos prohibidos que ningún mortal debería contemplar.


Martha apareció entonces en lo alto de la escalera, pero ya no era la mujer que Nikolaus había conocido. Sus ojos brillaban con el mismo resplandor verdoso de la campana, y cuando habló, fue con las voces de mil almas atormentadas. "Has sido el guardián de nuestro tormento", proclamaron las voces a través de ella, "ahora serás parte de nuestra eternidad".


El metal líquido comenzó a elevarse en columnas serpenteantes, rodeando a Nikolaus en una danza hipnótica. El campanero vio su reflejo multiplicado en cada superficie metálica: en cada una, su rostro envejecía décadas en segundos, hasta que solo quedaba un cráneo descarnado que gritaba en silencio.


Cuando los primeros rayos del alba iluminaron la torre, no quedaba rastro alguno de Nikolaus Schreier ni de su esposa. La campana permanecía en su lugar, silenciosa y aparentemente normal, pero quienes se atrevían a acercarse juraban escuchar susurros en lenguas olvidadas emanando de su superficie.


Tres días después, el ejército otomano lanzó el asedio más feroz que Viena había conocido jamás. Y mientras la batalla rugía en las murallas de la ciudad, la campana maldita sonó por última vez, con un timbre tan terrible que los propios sitiadores huyeron despavoridos, jurando haber visto los espectros de sus ancestros alzarse contra ellos.


Los pocos testigos que sobrevivieron para contar la historia aseguraron que, durante aquella última noche del asedio, vieron figuras espectrales danzando en lo alto de la torre: cristianos y musulmanes, verdugos y víctimas, unidos en una danza macabra que trascendía la muerte misma. Y entre ellos, un anciano campanero y su esposa, eternamente atrapados en el metal maldito de la campana del diablo.




Nota histórica:

Este relato está basado en el Gran Asedio de Viena de 1683, un acontecimiento histórico crucial que marcó el punto de inflexión en la expansión del Imperio Otomano en Europa. El 12 de septiembre de 1683, la ciudad de Viena, defendida por el Conde Ernst Rüdiger von Starhemberg, fue salvada por la intervención de una fuerza de socorro liderada por el Rey Juan III Sobieski de Polonia. La Catedral de San Esteban (Stephansdom) jugó un papel fundamental durante el asedio, ya que su torre norte servía como punto de observación principal para detectar los movimientos del ejército otomano.


El personaje del campanero está inspirado en los vigilantes históricos que mantuvieron guardia en la torre durante el asedio. La práctica de fundir armas capturadas para crear campanas era común en la época, y existen registros históricos de campanas fundidas con el bronce de cañones otomanos capturados. La inclusión de elementos sobrenaturales y góticos en el relato busca reflejar las tensiones religiosas y culturales de la época, así como los temores y supersticiones que prevalecían durante los tiempos de guerra. Las referencias a rituales paganos y gitanos están basadas en documentos históricos que describen la persecución de minorías durante este período de crisis.