Era la noche del treinta y uno, cuando el velo entre los mundos se torna más tenue, y los antiguos espectros se deslizan por las grietas del tiempo para reclamar lo que les pertenece. En mi despacho de la calle Almendros, rodeado de volúmenes polvorientos y antigüedades de dudosa procedencia, me disponía a concluir la traducción de un grimorio medieval cuando el tintineo de la campanilla de la entrada quebró el silencio sepulcral.
La figura que atravesó el umbral portaba un abrigo de terciopelo negro que se fundía con las sombras circundantes. Su rostro, parcialmente oculto bajo un sombrero de ala ancha, dejaba entrever una palidez marmórea que me produjo un escalofrío involuntario. "Profesor Mendoza", pronunció con voz aterciopelada, "he oído que usted es un experto en artefactos ocultistas".
"Esta noche", continuó mi enigmático visitante, "el espejo ha comenzado a susurrar nombres. El suyo fue el primero".
Un sudor gélido perló mi frente mientras observaba la superficie azabache del espejo. Por un instante, creí distinguir un rostro familiar reflejado en sus profundidades: el mío propio, pero con los ojos vacíos y la piel cérea de un cadáver. Cuando alcé la vista para interrogar a mi visitante, la estancia estaba vacía.
Intenté apartar la mirada, pero era demasiado tarde. Sentí cómo una fuerza inexorable tiraba de mi consciencia hacia las profundidades del espejo. Lo último que escuché fue el susurro de una risa antigua y maligna, mientras mi cuerpo se desplomaba sobre el escritorio, dejando tras de sí apenas una cáscara vacía.
Ahora deambulo por los corredores espectrales del otro lado del espejo, contemplando cómo mi usurpador vive mi vida a través de mis ojos. Y cada noche de Halloween, cuando el velo se adelgaza, observo a través del Speculum Tenebris, esperando encontrar a otro incauto estudioso de lo oculto que pueda tomar mi lugar en este reino de sombras eternas.