Mi obsesión con la impronta psíquica de la violencia, aquella pátina invisible que el dolor imprime en el tejido mismo de la realidad, me había traído hasta aquel paraje desolado de la provincia de Zaragoza. Había escudriñado códices mohosos, desentrañado crónicas de masacres olvidadas, pero Belchite prometía una verdad más visceral, un testimonio inmarcesible de la locura fratricida que desgarró España. Las ruinas hieráticas, agujereadas por la metralla como un sudario de laceos, se alzaban bajo un cielo plúmbeo, exhalando un miasma de polvo y recuerdos putrefactos. El viento, lejos de ulular, parecía suspirar con una melancolía que te calaba los huesos, una resonancia atávica que te invitaba a descender a sus abismos.
Portaba conmigo un opúsculo, un diario encuadernado en piel de cerdo curtida que había adquirido en un mercadillo de antigüedades en un recóndito burgo de Aragón. Sus páginas, amarillentas y frágiles, relataban la desdicha de un tal Padre Anselmo, un párroco que resistió en Belchite durante los días aciagos de 1937. Sus primeras entradas eran las previsibles: el terror de los bombardeos, la hambruna, la desesperanza. Pero a medida que avanzaba la lectura, un hilo más sutil, más ominoso, empezaba a tejerse. Anselmo hablaba de una "presencia", de una "cosecha de almas" que se cernía sobre el pueblo, no como un mero efecto colateral de la guerra, sino como su misma razón de ser, su insidioso propulsor. Un ente sin forma, un hambre primigenia que se nutría del terror y la consunción.
Las palabras de Anselmo comenzaron a anidar en mi mente, floreciendo con una pertinacia inquietante. "No son fantasmas los que vagan, sino la memoria del dolor que se ha vuelto carne," había escrito. Y yo sentía esa carne, una textura intangible y viscosa que se adhería a mi piel. En la penumbra de una casa sin tejado, entre escombros calcinados, el diario del Padre Anselmo pareció palpitar. Abrióse por una página, no al azar, sino con una convicción que me heló la sangre. Un dibujo rudimentario, un garabato infantil casi, que representaba una silueta amorfa elevándose sobre el campanario, y debajo, una frase escrita con una caligrafía que se había tornado febril: "Devora la desesperación. Es el pan de su existencia."
Mis sueños en la tienda de campaña, montada a una prudente distancia de las ruinas, se volvieron un proceloso mar de imágenes fragmentadas: gritos ahogados en el lodo, el crujido de huesos bajo el peso de la artillería, rostros desfigurados por el espanto. No eran meras pesadillas; sentía que no eran *mis* pesadillas. Eran injertos, remembranzas parasitarias que se alojaban en mi psique, obnubilando la fina línea entre el ayer y el ahora. Me despertaba bañado en un sudor gélido, el aliento entrecortado, con la certeza de que algo más allá de la historia me observaba, escudriñando mis temores más recónditos.
El Padre Anselmo había mencionado un lugar, "la cripta bajo el púlpito del viejo templo," donde "se hicieron tratos innombrables para apaciguar la Bestia que la guerra había liberado." Belchite poseía dos iglesias principales, la de San Martín y la de San Agustín. Tras días de búsqueda febril, entre las piedras que una vez formaron la Iglesia de San Agustín, hallé el púlpito semiderruido y, tras él, una losa de piedra con un ósculo desdibujado y una inscripción apenas legible: *Ad Fames Aeterna*. Hacia el Hambre Eterna.
En ese instante, la realidad se desdibujó. No hubo ráfaga de viento, ni grito sobrenatural. Fue una implosión, un colapso de la cordura. Las sombras de la cripta no danzaron; se solidificaron, se volvieron palpables, como una gelatina oscura y pulsante que se extendía desde el altar. De ellas emergió no una forma definida, sino una conjunción de sensaciones: el hedor acre del miedo petrificado, el chirrido incesante de miles de voces ahogadas, la presión de una gravedad invertida que me aplastaba el alma. La presencia que el Padre Anselmo había documentado, el Hambre Eterna, se revelaba ante mí no como un ente visible, sino como la esencia misma de la desolación, un parásito cósmico que había encontrado en el holocausto de Belchite un banquete ininterrumpido.
Mis ojos, o lo que yo creía que eran mis ojos, fueron testigos de un palimpsesto temporal. Vi los rostros desesperados de los milicianos y los nacionales, no en combate, sino en el instante exacto de su fallecimiento, sus últimas exhalaciones de terror siendo absorbidas por la masa vibrante. Sentí el dolor agudo de la bala que perforaba la carne, el frío de la bayoneta que se hundía, el ardor de la dinamita. No era una visión, era una *experiencia* forzada, una ósmosis macabra donde mi consciencia se fusionaba con el horror de millares. Comprendí el designio de aquel lugar: no era solo un cementerio, sino un abrevadero para una entidad atávica que se nutría de la desesperación humana, un pozo sin fondo de angustia perpetua. El Padre Anselmo no había apaciguado a la Bestia; solo había intentado documentar su ineludible victoria.
La cripta se convirtió en un crisol de agonía. El aire se hizo espeso con la miasma de milenios de guerras y genocidios, una fragancia dulce y nauseabunda que prometía la disolución. La crisálida del altar vibró, y de ella, en lugar de un insecto, brotó un murmullo, una lengua primordial que me susurró verdades insoportables sobre la naturaleza de la existencia, sobre cómo el sufrimiento no era un subproducto de la vida, sino su alimento esencial. En ese solipsismo del terror, supe que no buscaban mi muerte, sino mi *integración*. Convertirme en otro fragmento de su memoria, otra chispa en su hoguera de desdicha.
Con una ráfaga de terror primario que me insufló una fuerza sobrenatural, me revolví. La linterna cayó, su haz de luz danzando frenéticamente sobre las paredes, revelando inscripciones que antes no había visto: jeroglíficos de angustia, símbolos de sacrificio. Tropecé, ascendí la escalinata a ciegas, cada paso una lucha contra el abrazo intangible que me arrastraba de nuevo a la oscuridad. El aire exterior, aunque aún cargado de polvo y muerte, me supo a néctar. La salida fue un parto agónico, una expulsión violenta del vientre de la bestia.
Desde entonces, Belchite me acompaña. Ya no son solo las ruinas las que me habitan, sino el eco de su Hambre Eterna que resuena en los recovecos más profundos de mi mente. Mis noches están plagadas de visiones de un mundo donde el dolor es una moneda de cambio, donde la desesperación es el más suculento de los manjares. Sé que la entidad no fue derrotada; solo ha vuelto a su estado de latencia, esperando la próxima gran conflagración, la próxima cosecha de almas. Y yo, Elías Ventura, soy ahora una de sus antenas, un faro ineludible en la vasta oscuridad del cosmos, condenado a escuchar los murmullos de su hambre insaciable. A veces, en el silencio de mi estudio, creo oír el chirrido de la crisálida. A veces, siento que aún me estoy desangrando por dentro, no de sangre, sino de desesperación.
Nota histórica
Belchite es un municipio español en la provincia de Zaragoza, Aragón, conocido por haber sido escenario de una de las batallas más encarnizadas de la Guerra Civil Española, la Batalla de Belchite, en 1937. El pueblo original quedó completamente devastado. Tras la guerra, Francisco Franco decidió no reconstruir el viejo Belchite, sino que ordenó edificar un nuevo pueblo al lado. Las ruinas del antiguo Belchite se conservaron como un monumento a la crueldad de la guerra y como un recordatorio de los horrores vividos. Hoy en día, es un lugar de gran interés histórico y turístico, atrayendo a visitantes por su atmósfera fantasmal y sus cicatrices de guerra, con numerosas leyendas urbanas sobre fenómenos paranormales y ecos del pasado.