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GERMINACION ABISAL

El vetusto pergamino, amarillento y quebradizo como la mortaja de un tiempo pretérito, solía reposar inerte en los anaqueles de mi estudio, una reliquia más entre las miríadas de despojos documentales que atestiguan las caprichosas vicisitudes del pasado humano. No obstante, una pertinaz insistencia en sus crípticos garabatos, narrando el advenimiento de los infantes esmeralda de Woolpit, comenzó a corroer la ataraxia de mi espíritu escéptico, Dr. Alistair Finch. Aquellos niños, surgidos de una fosa en el siglo XII, con epidermis teñida de un verde antinatural y profiriendo una algarabía incomprensible, eran, para la exégesis común, meros frutos de la fantasía popular, engendros de un reino de hadas olvidado. Mas, mi alma, acicateada por una oscura premonición, intuía que bajo el velo diáfano del mito, se incubaba un horror telúrico de proporciones cósmicas, una verdad de una índole tan abismal que la razón humana apenas podía sondearla sin zozobrar.

Mi obsesión, que al principio se disfrazaba de curiosidad académica, pronto devino en una ineludible compulsa. Me sumergí en tomos empolvados, en anales monacales donde la caligrafía monacal apenas velaba un terror primigenio, y en crónicas apenas inteligibles que hablaban de una brecha, una "rasgadura" en la textura misma de la realidad, no una simple fosa terrenal. La "fosa luporum," o pozo de los lobos, como se la conocía, no era una mera oquedad; era un umbral, un vórtice dormido que en un pretérito aciago había exhalado a dos pequeños vástagos de piel clorofílica, cuyo relato de un mundo subyacente, crepuscular y falto de sol, sonaba más a la pesadilla de un demiurgo moribundo que a la pueril invención de una mente infantil. El verdor de su piel, una vez atribuido a la anemia o a una dieta insólita, comenzó a revelarse en mi intelección como el efluvio de una exposición prolongada a una atmósfera antinatural, una simbiosis forzada, o acaso, la manifestación biológica de una energía inasible y profundamente ajena a nuestra esfera de existencia.

El peregrinaje hacia Woolpit fue una travesía no solo geográfica, sino psíquica. El paisaje mismo, a medida que me aproximaba al vetusto asentamiento, parecía transfigurarse, imbuido de una languidez palúdica, un sopor ominoso que se adhería a cada árbol centenario, a cada piedra musgosa. Una niebla perenne, densa y de un blanco sucio, se cernía sobre el páramo, difuminando los contornos del mundo conocido y tejiendo una panoplia espectral de sombras danzantes. El aire, pesado y gélido, portaba un aroma tenue pero penetrante, una combinación enfermiza de tierra húmeda, moho ancestral y algo más... algo metálico y acre, como la sangre coagulada de un titán olvidado. Sentí una presión sorda en el pecho, una constricción que no era de índole física, sino un apremio del alma, como si la realidad misma se adelgazara a mi alrededor, volviéndose permeable a una presencia inescrutable.

La "fosa" misma, ahora apenas una depresión irregular en un campo yermo, superó mis más lúgubres expectativas. No era un pozo, ni una cueva, sino una suerte de cicatriz en el suelo, una herida geológica que, bajo la pálida luz del sol mortecino, parecía latir con una quietud inquietante. Me agaché, mis dedos rozando la tierra fría y compacta. Un tenue brillo esmeralda, casi imperceptible, pareció emanar de las profundidades de la grieta. No era bioluminiscencia de musgo común; era un resplandor interior, un fulgor consustancial a la tierra misma, como si el subsuelo respirara con una luz propia y malévola. Un vaho frío, con el mismo aroma metálico y fétido, ascendió, y por un instante fugaz, juraría haber percibido un eco distante, un susurro gutural que no pertenecía a ninguna lengua humana conocida, un gemido arcano que se diluyó en el silencio opresivo del campo.

Fue entonces cuando, explorando los intersticios de la tierra que rodeaba la fosa, mis dedos tropezaron con un objeto. No era piedra, ni raíz. Con sumo cuidado, lo desenterré: una pequeña losa, lisa y de un verde oscuro casi negro, grabada con símbolos ciclópeos que desafiaban toda categorización lingüística. Su tacto era liso y frío, pero bajo mi pulgar, sentí una vibración sutil, una resonancia que parecía provenir de una antigüedad inmemorial. La losa no era de este mundo, eso lo supe con una certidumbre gélida. Era un fragmento de la verdad, un palimpsesto que albergaba el eco de una civilización abisal, moribunda quizás, pero no extinta, que se agitaba bajo nuestros pies, anhelando la luz de este mundo para germinar un terror cósmico olvidado. Los niños no eran extraviados; eran sondas, esporas, sacrificios voluntarios o involuntarios, enviados a la superficie para testear la permeabilidad del velo.

El horror que se anidó en mi intelecto no era el del sobresalto burdo, sino uno más insidioso, más duradero: el de la revelación de una verdad profunda y terminal. El verde de los niños no era una curiosidad folclórica; era la impronta de su origen, una marca de la miasma subyacente, el color de la podredumbre cósmica que se gestaba en el umbrío interregno bajo la costra terrestre. La "fosa" era la cicatriz de una herida pretérita, un rasgón en el velo ontológico que separaba nuestra existencia de un pleroma abisal. Y aquella losa verdosa era el óbice material de su inminente retorno, una baliza, un llamado silencioso. La civilización que los había despachado, agonizante en su inframundo sin sol, no buscaba auxilio, sino una nueva matriz, un vergel donde pudiera propagar su iniquidad.

Mis días y mis noches se volvieron un continuo paroxismo de investigación y delirio. Los objetos de mi estudio, los textos antiguos, los mapas que indicaban la supuesta ubicación de la fosa, comenzaron a mutar ante mis ojos, a respirar con una vida propia y ominosa. El verde sutil que había percibido en la fosa ahora parecía impregnar las páginas de mis libros, las vetas de la madera de mi escritorio. Mi mente, otrora un bastión de la razón, se sentía como un fortín sitiado por una marea verde y gelatinosa. Un velo invisible, tenue como la telaraña de un sueño febril, comenzaba a extenderse sobre el mundo, y yo era un vidente forzoso de su lenta e ineludible expansión. Lo que había enviado a los niños, un horror atávico de esencia incomprensible, no buscaba escapar, sino infestar, germinar en la prístina superficie de la Tierra, corrompiéndola con su presencia.

Una noche, mientras el fulgor de la luna se derramaba por mi ventana, proyectando sombras fantasmagóricas sobre mis estanterías, la losa esmeralda vibró de nuevo en mis manos, pero esta vez con una intensidad que me hizo soltarla. Cayó al suelo, y de ella, o de un punto indefinible en el aire circundante, emanó una luz verdosa, pulsante, que iluminó los intrincados símbolos. No eran caracteres; eran raíces, nervaduras de una vida inasible que se extendía, se retorcía. Sentí un frío glacial que me calaba hasta los huesos, no un frío común, sino la ausencia de calor, la vacuidad misma de la vida. Y entonces, la imagen nítida: la fosa no como un agujero en la tierra, sino como un ojo entreabierto, y de su oscuridad, una multitud de formas amorfas, lentas y viscosas, de un verde pálido, comenzaban a ascender, arrastrándose hacia la superficie, hacia mí.

No hubo grito. Solo una comprensión gélida, una lucidez aterradora. Los niños verdes de Woolpit no eran una leyenda; eran un presagio, los heraldos de una infestación silenciosa, un ósculo letal de lo cósmico. El velo se había rasgado, y el mundo subyacente, con su horror inefable, comenzaba a fusionarse con el nuestro. El verde, que una vez fue el color de la vida, se había transmutado en el tinte de una muerte lenta, una corrosión psíquica que no podía ser detenida. Y mientras la luz verdosa se atenuaba, llevándose consigo las visiones y dejando solo el eco de la verdad en mi alma perturbada, supe que no estábamos presenciando el fin, sino tan solo el principio, la germinación de un terror que había esperado milenios, pacientemente, bajo nuestros pies, y que ahora, por fin, encontraba su vergel.


Nota histórica

Los Niños Verdes de Woolpit es una leyenda medieval inglesa del siglo XII. Según los relatos de Guillermo de Newburgh y Ralph de Coggeshall, dos niños de piel verde emergieron de unas fosas en el pueblo de Woolpit (Suffolk). Hablaban una lengua desconocida, se negaban a comer cualquier alimento que no fueran habas verdes y se decía que procedían de una tierra subterránea, un "mundo crepuscular" o "Tierra de San Martín", donde el sol nunca brillaba plenamente. Con el tiempo, perdieron su tonalidad verde, aprendieron inglés y fueron bautizados. El niño murió poco después, pero la niña sobrevivió, se adaptó y, supuestamente, se casó en King's Lynn. La historia ha dado pie a numerosas interpretaciones, desde explicaciones dietéticas o envenenamiento por arsénico hasta teorías sobre visitantes de otro mundo o dimensión.

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