El aire gélido de Geilo, en la Noruega profunda, parecía solidificarse en los pulmones al descender del tren, un hálito acerado que anunciaba la inminencia de la noche polar y el peso insondable de la nieve acumulada. Mis pasos, amortiguados por el manto níveo que alfombraba la estación, me condujeron hacia la silueta imponente, casi espectral bajo la mortecina luz del crepúsculo, del Dr. Holms Hotel. Un edificio que exhalaba la pátina del tiempo, una elegancia vetusta que, sin embargo, no lograba disimular por completo un subtexto de melancolía, una suerte de herida invisible supurando bajo el lujo aparente. Mi destino, solicitado con una mezcla de temeridad académica y secreta avidez por lo macabro, era la habitación 320. Una nomenclatura anodina, casi burocrática, que resonaba en los corredores de la leyenda local con los ecos fúnebres de una tragedia acontecida en 1926, una historia susurrada sobre una joven desposada y un lazo corredizo en la soledad del desván.
Mi nombre, Lázaro Altolaguirre, catedrático emérito de Historia de las Mentalidades y Folclore Europeo, podría sugerir una predisposición a la credulidad; nada más lejos de la verdad. Me definía un escepticismo profesional que pugnaba, he de admitirlo, con una morbosa curiosidad por las arquitecturas psicológicas del miedo colectivo, por esos relatos que se adhieren a ciertos lugares como la hiedra a los muros centenarios. El Dr. Holms Hotel, con su fama de epicentro paranormal, constituía un espécimen fascinante para mi estudio. La habitación 320, epicentro de la conseja, era el laboratorio perfecto. Al franquear su umbral, tras un solícito botones que parecía rehuir mi mirada, me recibió una estancia amplia, decorada con un gusto exquisito pero anticuado: muebles de maderas nobles, tapices opulentos y una ventana que enmarcaba un paisaje de blancura inmaculada y sobrecogedora. No obstante, una corriente helada, ajena a cualquier lógica térmica en aquel ambiente caldeado, pareció acariciar mi nuca, un preludio sutil a la disonancia que pronto impregnaría mis sentidos.
.png)
La primera noche transcurrió bajo el signo de la vigilia autoimpuesta. Armado con mi cuaderno de notas y una petaca de aquavit para mitigar el frío –o quizá la aprensión–, me dispuse a catalogar cualquier anomalía. El silencio no era tal, sino un lienzo sobre el que se pincelaban susurros acústicos apenas perceptibles: el crujido pertinaz de la madera, como si la estructura misma del hotel respirase con dificultad bajo el peso de sus años y sus secretos; un levísimo golpeteo en los cristales de la ventana, que atribuí a la ventisca exterior, aunque carecía del furor esperado; y, lo más inquietante, una intermitente sensación de descenso térmico localizado, un hálito invernal que no guardaba relación con la calefacción central y que parecía serpentear por la habitación con una voluntad errática y propia. Anoté todo con meticulosidad cartesiana, esforzándome por mantener la objetividad del observador frente a la potencial subjetividad de la víctima sugestionada.
Mis pesquisas diurnas en los archivos locales de Geilo y en la propia biblioteca del hotel, un sanctasanctórum de volúmenes encuadernados en piel y olor a tiempo detenido, arrojaron luz sobre la identidad de la presunta aparecida: Astrid Larsen, una joven de Bergen llegada al hotel en plena luna de miel en el invierno de 1926. Las crónicas oficiales, lacónicas y pudorosas, hablaban de un "trágico infortunio", un eufemismo para el suicidio por ahorcamiento en el desván. Pero entre líneas, en cartas privadas de la época y testimonios orales recogidos décadas después por algún folklorista aficionado, emergían detalles discordantes: rumores de una disputa violenta con su flamante esposo la noche anterior, la mención de una joya –un collar de perlas, regalo nupcial– desaparecida, y la extraña circunstancia de que el marido abandonara el hotel precipitadamente antes siquiera de que se descubriera el cadáver. ¿Desesperación amorosa o algo más siniestro encubierto por la respetabilidad de la época y la influencia de la familia del esposo? La leyenda, como suele ocurrir, parecía una simplificación conveniente de una realidad más turbia y poliédrica.
Las noches subsiguientes intensificaron su ofensiva contra mi escepticismo. Los sueños se tornaron vívidos lienzos oníricos donde una figura femenina, etérea y vestida con un traje nupcial anacrónico, vagaba por pasillos idénticos a los del hotel, su rostro oculto por un velo de tul o por la penumbra misma, sus manos buscando algo con angustia palpable en el aire. Despertaba sobresaltado, con el corazón martilleando contra las costillas y el eco de un sollozo ahogado resonando en la quietud de la habitación. Más allá del sueño, los fenómenos se tornaron menos equívocos. El perfume vetusto, a violetas y polvo, que ciertas noches impregnaba el ambiente sin fuente discernible. Objetos menudos –mi pluma estilográfica, un libro– que encontraba desplazados de su lugar original, desafiando mi memoria y mi orden meticuloso. Y una noche, al mirarme en el espejo del baño, creí atisbar, por una fracción de segundo, un rostro pálido y descompuesto superpuesto al mío, una visión fugaz que me heló la sangre y me hizo dudar de mi propia cordura.
.png)
La frontera entre la sugestión y la manifestación tangible se pulverizó durante la cuarta noche. Mientras leía, absorto en un tratado sobre licantropía en la Escandinavia medieval, un frío glacial se apoderó de la habitación con una celeridad inusitada. La temperatura descendió tan bruscamente que mi aliento se condensó en vaho. Las luces parpadearon con violencia y luego se extinguieron, sumiéndome en una oscuridad casi absoluta, rota únicamente por el pálido resplandor de la nieve tras la ventana. Y entonces, lo oí. Un lamento inequívoco, desgarrador, que no provenía del exterior ni de las habitaciones contiguas, sino del interior mismo del cuarto, muy cerca. Era el llanto de una mujer sumida en la más profunda de las desesperaciones, un sonido que erizaba el vello y parecía arañar las paredes del alma. Paralizado por un pavor atávico que eclipsaba cualquier pretensión académica, permanecí inmóvil, escuchando aquella letanía de dolor que flotaba en la negrura.
.png)
Una atracción malsana, una pulsión que trascendía la curiosidad científica para adentrarse en los abismos de lo prohibido, me impelía hacia el origen de la tragedia: el desván. Averigüé, con discreción, que el acceso solía estar restringido, pero una vieja escalera de servicio, oculta tras un tapiz descolorido en un extremo del pasillo del tercer piso, ofrecía una ruta alternativa, aunque polvorienta y en desuso. Forzando la cerradura oxidada con una navaja multiusos –un acto indigno de un catedrático, pero necesario para el investigador de lo oculto–, ascendí por los escalones quejumbrosos hacia la oscuridad superior. El aire allí era una sustancia densa, preñada de una angustia petrificada, cargado del olor acre del polvo secular y de algo más indefinible, una fetidez sutil a descomposición y olvido. Entre vigas carcomidas y objetos cubiertos por sábanas fantasmales –viejos baúles, muebles desvencijados, un maniquí decapitado–, distinguí, en el centro de la estancia, una viga transversal más oscura que las demás, con una marca profunda, como si una cuerda hubiera mordido la madera con insistencia durante largo tiempo. Fue allí donde la sensación de presencia se hizo abrumadora, un frío que calaba hasta los huesos y la certeza absoluta de no estar solo. Sentí una mirada invisible sobre mi nuca, un odio helado y una tristeza insondable emanando de las sombras.
.png)
Regresé a la habitación 320 sintiéndome profanador y, a la vez, extrañamente conectado con el núcleo del misterio. Aquella noche, la habitación desató su esencia. No hubo sutilezas. El lamento regresó, pero esta vez acompañado por una manifestación visual. En el rincón más oscuro, donde la luz de la luna no llegaba, una forma comenzó a condensarse, un contorno vagamente humano que parecía tejido con la propia oscuridad y jirones de niebla. No tenía rostro definido, pero la postura era la de una sumisión absoluta, la cabeza ladeada de forma antinatural, como si el cuello estuviera roto. Un frío pavoroso me atenazó, pero fue la oleada de emociones que me invadió lo que casi me quiebra: una desesperación tan vasta como el paisaje nevado exterior, una sensación de traición infinita, y una ira gélida y concentrada. No era ya un eco, sino la presencia corpórea de la desesperación de Astrid Larsen, reviviendo eternamente su último instante o, quizá, buscando algo –¿justicia, su collar perdido, paz?– que le fue arrebatado junto con la vida. Sentí sus dedos espectrales rozar mi brazo, un contacto más frío que el hielo, y un susurro llegó a mi oído, no con palabras, sino con la pura esencia del sufrimiento: ayúdame... encuéntralo.... El terror me hizo perder el conocimiento, o tal vez fue un mecanismo de defensa de mi mente ante aquello que no podía procesar.
Abandoné aquel cubículo de pesadilla al alba. El viaje de regreso fue un tránsito silencioso a través de paisajes blancos que ya no me parecían hermosos, sino mortalmente indiferentes. El historiador había sido suplantado por el testigo aterrado, el académico por el hombre que había atisbado el abismo y sentido su aliento gélido. La habitación 320 del Dr. Holms Hotel ya no era para mí un simple caso de estudio folclórico, sino la cicatriz imborrable de un encuentro con una pena tan antigua y profunda que había logrado trascender la barrera misma de la muerte, enquistándose en las paredes de un hotel de lujo como un tumor maligno del tiempo. Llevo conmigo no solo el recuerdo, sino la sensación persistente de aquel contacto helado y la resonancia de una súplica que, temo, me perseguirá hasta mis propios últimos días.
Nota histórica
El Dr. Holms Hotel en Geilo, Noruega, inaugurado en 1909, es efectivamente conocido por sus historias de fantasmas, centradas principalmente en la habitación 320. La leyenda más extendida habla de una mujer joven que se alojó en el hotel durante su luna de miel en 1926. Tras una supuesta discusión con su marido o el descubrimiento de su infidelidad, y según algunas versiones, tras la desaparición de un valioso collar, la mujer se habría ahorcado en el ático del hotel. Desde entonces, su espíritu, a menudo identificado como Astrid, se dice que frecuenta la habitación 320, lugar donde se alojaba o que está conectada energéticamente con el ático. Los fenómenos reportados incluyen susurros, llantos, figuras espectrales, objetos que se mueven solos, fluctuaciones de temperatura y la sensación de una presencia invisible. Aunque los detalles varían ligeramente entre fuentes (algunas sitúan el suceso en 1927), la esencia de la historia sobre la novia desdichada y la habitación 320 es un elemento recurrente en el folclore asociado al hotel, convirtiéndolo en un destino popular para los interesados en lo paranormal. La dirección del hotel ha reconocido la leyenda e incluso la utiliza como parte de su atractivo histórico y misterioso.