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EL CANTO DEL BARRANCO

El aire de la altiplanicie guatemalteca, aun en la canícula, portaba un hálito gélido que parecía emanar no de las cumbres cerúleas que festoneaban el horizonte, sino de las entrañas mismas de aquella tierra ancestral, preñada de secretos y susurros telúricos. Fue en ese escenario, de una belleza tan sobrecogedora como inquietante, donde mis pasos de filólogo errante me condujeron, persiguiendo las huidizas raíces de dialectos moribundos y las leyendas que, como pátinas sobre plata vieja, revestían la historia oral de aquellas comunidades suspendidas en un tiempo anacrónico. Buscaba yo, Alonso de Valdivieso, desentrañar los vestigios lingüísticos del pretérito, pero hallé, en cambio, las sombras persistentes de un pavor que ni la fe impuesta ni el progreso aparente habían logrado disipar por completo: el miedo atávico a la Llorona del río, a la Cegua de los caminos y, sobre todas, a la ubicua y temida Siguanaba, la mujer del barranco.

Mi alojamiento temporal era una vetusta hacienda cafetalera, la Finca "Las Ánimas Perdidas", nombre que en mi inicial escepticismo erudito consideré mera hipérbole folclórica. Sus muros, de un blanco desconchado que revelaba adobes centenarios, respiraban historias de opulencia colonial y, sospechaba yo, de no pocas iniquidades silenciadas. Rodeada por cafetales que ascendían por las laderas como un manto de un verde profundo y lustroso, la propiedad lindaba con un profundo barranco, una cicatriz geológica por cuyo fondo serpeaba un río de aguas turbulentas, especialmente tras las lluvias vespertinas. Era allí, según me confió con voz apenas audible Eladia, la anciana indígena que fungía como ama de llaves y guardiana de los secretos no escritos de la finca, donde la "mala mujer" solía hacer su aparición. "No se acerque usté al barranco de noche, dotorcito," me advirtió, sus ojos negros y profundos como pozos insondables fijos en los míos, "y menos si oye cantar bonito o ve a alguna lavando ropa a deshoras. Es Ella, que busca hombres para perderlos". Desestimé sus palabras como consejas de vieja, producto de una cosmovisión sincrética donde lo numinoso aún permeaba cada resquicio de la realidad. ¡Craso error el de mi soberbia ilustrada!

Mis días transcurrían entre polvorientos legajos parroquiales y conversaciones con los lugareños más ancianos, cuyas memorias eran archivos vivientes de un castellano arcaico salpicado de vocablos indígenas de sonoridad evocadora. Encontré referencias oblicuas en crónicas del siglo XVIII a "apariciones malignas junto a cursos de agua" que provocaban la "perdición del ánima" y la "locura incurable" en aquellos que las avistaban. Un fraile dominico, en una misiva dirigida a su superior, describía con espanto mal disimulado el caso de un encomendero español hallado vagando sin rumbo, balbuceando incoherencias sobre una "mujer de hermosura diabólica y rostro de yegua" que lo había atraído hacia el precipicio. Estas menciones, aunque fragmentarias, comenzaron a tejer una urdimbre inquietante en mi mente, una disonancia cognitiva entre mi formación racionalista y la persistencia de aquel pavor ancestral que parecía supurar de la propia tierra.

Una noche, mientras el aguacero tropical tamborileaba con furia sobre las tejas de la casona, un sonido insólito se filtró a través del estruendo pluvial. Era un canto. Una melodía femenina, de una dulzura prístina y desgarradora a la vez, que parecía flotar desde la dirección del barranco. Desafiaba la lógica: ¿Quién podría estar allí, a la intemperie, en medio de semejante tormenta? La curiosidad, esa peligrosa consejera del intelecto, me impelió a acercarme a uno de los ventanales que daban a la parte trasera de la propiedad. La lluvia había amainado ligeramente, y una luna gibosa pugnaba por rasgar el velo de nubes plomizas. Allá abajo, en la penumbra movediza, no logré discernir figura alguna, pero el canto persistía, ahora más nítido, un lamento melódico que ejercía una extraña y perturbadora fascinación, un reclamo que resonaba en alguna cuerda recóndita y olvidada de mi ser. Me retiré, atribuyendo la experiencia a una acústica caprichosa o a una alucinación auditiva inducida por el cansancio y la sugestión.

Las noches subsiguientes trajeron consigo una atmósfera cada vez más opresiva. El silencio nocturno ya no era tal, sino un lienzo sobre el que se proyectaban susurros esquivos, el chapoteo anómalo del agua en el río, incluso cuando no llovía, y una sensación creciente de ser observado por una presencia invisible y malévola. Mi escepticismo inicial se resquebrajaba, erosionado por una inquietud que se adhería a mi piel como la humedad pegajosa del trópico. Una tarde, al filo del crepúsculo, mientras paseaba por los límites del cafetal, mis ojos captaron un movimiento junto al sendero que descendía hacia el barranco. Una mujer, de espaldas a mí, lavaba unas prendas blancas en una poza formada por el río. Su figura era esbelta, envuelta en lo que parecía un sencillo vestido albo, y su larga cabellera negra, de un brillo inverosímil bajo la luz mortecina, caía en cascada hasta casi ocultarla por completo. Sentí un impulso irrefrenable de acercarme, una atracción que trascendía la mera curiosidad y se adentraba en terrenos más oscuros y primarios. Sin embargo, un escalofrío atávico recorrió mi espina dorsal, un eco de las advertencias de Eladia. Detuve mis pasos. En ese instante, la figura pareció sentir mi presencia. Dejó de lavar, permaneció inmóvil un segundo eterno, y luego, con una agilidad sorprendente, se deslizó entre las sombras de la vegetación ribereña y desapareció. El aire quedó impregnado de un leve aroma a flores silvestres y, extrañamente, a tierra húmeda y a algo más... algo vagamente pútrido.

A partir de ese encuentro, mi investigación filológica quedó relegada a un segundo plano, eclipsada por una obsesión insidiosa: la Siguanaba. Devoré cualquier texto, cualquier testimonio oral que pudiera arrojar luz sobre aquella entidad esquiva. Descubrí que la leyenda variaba: a veces era una madre infiel castigada, otras una deidad prehispánica degradada por el sincretismo. Pero el núcleo permanecía inmutable: la seducción a través de una belleza ilusoria vista desde atrás, la revelación horrenda al volverse –un cráneo equino, un rostro descarnado o putrefacto– y el destino fatal o demencial del seducido. Me percaté, con creciente pavor, de que los relatos más detallados y truculentos provenían, precisamente, de las inmediaciones de la Finca "Las Ánimas Perdidas". ¿Era aquel lugar un nexo particular para sus apariciones? ¿O era yo, por alguna razón inescrutable, el objetivo de su atención? El sueño se convirtió en un lujo esquivo, y las noches se poblaron de pesadillas donde formas femeninas evanescentes me llamaban desde abismos líquidos, sus rostros siempre ocultos tras velos de cabello o sombras. Mi pulcritud académica se disolvía en una angustia existencial que teñía de ocre la exuberancia del paisaje.

Una noche de luna llena, la última de mi estancia programada, el canto volvió. Más claro, más cercano, más irresistible que nunca. Emanaba inequívocamente del barranco. Esta vez, la prudencia fue barrida por una mezcla tóxica de fascinación morbosa y un deseo casi suicida de confrontar lo desconocido, de arrancar el velo a la quimera que atormentaba mis vigilias y mis sueños. Empuñando una linterna cuya luz me parecía irrisoria frente a la magnitud de las tinieblas que intuía, descendí por el sendero resbaladizo. El aire era espeso, cargado de los efluvios de la tierra mojada y de ese perfume floral anómalo y dulzón que ya reconocía. El sonido del río era un rugido sordo, y la luna, casi cenital, bañaba la escena con una luz espectral que deformaba las sombras y creaba ilusiones ópticas. Y allí estaba ella. De espaldas, arrodillada junto a la orilla, peinando su larguísima cabellera con lo que parecía ser un peine de oro que refulgía con destellos antinaturales. Su figura, recortada contra el fondo oscuro del agua y la roca, poseía una gracia etérea, una perfección casi dolorosa. El canto había cesado, reemplazado por un silencio expectante, preñado de una tensión insoportable.

"¿Quién eres?", logré articular, mi voz un tembloroso hilo en la inmensidad nocturna. La figura detuvo el movimiento del peine. Lentamente, muy lentamente, comenzó a girar sobre sí misma. Mi corazón martilleaba contra mis costillas con una violencia que amenazaba con quebrarlas. La anticipación era una agonía. Vi su hombro, la curva de su espalda bajo el vestido que ahora parecía hecho de la propia niebla lunar, el inicio de su cuello... y entonces, el rostro quedó al descubierto bajo la luz implacable de la luna. El grito que pugnó por salir de mi garganta murió ahogado en un espasmo de puro terror. No era un rostro humano. No era siquiera el cráneo de caballo que las leyendas describían. Era algo infinitamente peor, una abominación que desafiaba cualquier taxonomía terrenal: una amalgama ósea y cartilaginosa que vagamente remedaba la estructura facial de un equino, pero con cuencas vacías que ardían con una fosforescencia verdosa y maligna, una mandíbula descarnada de la que colgaban jirones de algo oscuro y húmedo, y una mueca fija, espantosa, que prometía la locura y la aniquilación. Era la quintaesencia de la corrupción, la antítesis de la belleza que había prometido su silueta.

El pánico, frío y absoluto, se apoderó de mí. Di media vuelta y corrí. Corrí como jamás lo había hecho, tropezando en la oscuridad, arañado por ramas invisibles, impulsado por una necesidad primal de escapar de aquella visión blasfema. Detrás de mí, no oí pasos, sino un sonido incalificable, un relincho gutural mezclado con una especie de sollozo femenino distorsionado, un eco de ultratumba que parecía perseguirme no a través del aire, sino dentro de mi propio cráneo. El sendero ascendente se me antojó interminable, una pesadilla vertical. Cada sombra parecía albergar la amenaza de su retorno, cada susurro del viento era su aliento gélido en mi nuca. No sé cómo logré alcanzar la casona, cómo franqueé la puerta y la atrinchere como pude, mi cuerpo temblando de forma incontrolable, mi mente al borde del colapso.

Abandoné la Finca "Las Ánimas Perdidas" al clarear el alba, sin despedirme, dejando atrás mis notas, mis libros, parte de mi equipaje y, sospecho, una porción considerable de mi cordura. Nunca concluí mi investigación sobre los dialectos de la región. Las palabras, mi antiguo refugio, se habían vuelto impotentes ante el horror indecible que había atisbado en el fondo del barranco. A veces, en noches de insomnio, creo escuchar aún aquel canto imposible flotando en la distancia, o veo de soslayo el brillo de un cabello demasiado negro, demasiado largo, junto a cualquier corriente de agua. La Siguanaba no es solo una leyenda para asustar a niños o a maridos trasnochadores. Es una herida supurante en el tejido de la realidad, una manifestación de lo aberrante que acecha tras el velo de lo cotidiano, esperando el momento propicio para atraer, revelar su pavorosa verdad y arrastrarte a su abismo de demencia. Y yo, Alonso de Valdivieso, soy ahora un testigo involuntario y perpetuo de su ominosa existencia, un filólogo que ha perdido la fe en las palabras para describir el verdadero rostro del espanto.

Nota histórica

La Siguanaba (también conocida como Sihuanaba, Ciguanaba, Cigua, entre otras variantes) es una figura espectral prominente en el folclore de varios países de América Latina, con especial arraigo en Guatemala y El Salvador, aunque leyendas similares existen en México, Honduras, Costa Rica y Nicaragua. Su etimología es incierta, aunque a menudo se relaciona con lenguas indígenas; una hipótesis sugiere que proviene del náhuatl cihuatl (mujer) y nahualli (espíritu, hechicero, algo oculto o disfrazado).

La leyenda, con múltiples variantes locales, describe típicamente a una mujer de extraordinaria belleza, vista usualmente de espaldas o a distancia, con una larga y hermosa cabellera, que se aparece a los hombres (especialmente a los infieles, trasnochadores o solitarios) cerca de fuentes de agua como ríos, arroyos, lagos, tanques de agua públicos (pilas) o barrancos. Utiliza su atractivo y, a veces, un canto hipnótico o la tarea mundana de lavar ropa, para atraerlos. Cuando el hombre se acerca lo suficiente, ella se vuelve revelando un rostro horripilante, comúnmente descrito como la calavera de un caballo o una cara descarnada y monstruosa. El impacto de esta visión puede provocar la locura, la muerte por espanto, o que el hombre se pierda y caiga por un precipicio.

Se considera una leyenda de carácter moralizante, advirtiendo sobre los peligros de la infidelidad, la lujuria o el vagar nocturno. Sus orígenes podrían remontarse a figuras femeninas de las mitologías prehispánicas, posteriormente sincretizadas y adaptadas durante la época colonial. Aunque es folclore, la persistencia y el arraigo cultural de la Siguanaba son hechos contrastables, formando parte del imaginario colectivo y siendo objeto de estudio antropológico y cultural en la región. El relato anterior utiliza esta base legendaria como trasfondo para una historia de horror psicológico y sobrenatural, situándola en un contexto específico (una hacienda guatemalteca junto a un barranco) y explorando el impacto del encuentro en un protagonista escéptico.