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ATRAPADO EN LA TELARAÑA DE MOMO

Un escalofrío larvado, cual sierpe hibernando en las entrañas de la red, comenzó su ascenso insidioso aquella noche de procelosos aguaceros y ululantes ventiscas. El viejo caserón familiar, sito en una apartada aldea donde los ecos del pasado aún danzaban en la bruma matutina, crujía bajo la embestida del temporal como un espectro senescente exhalando su último aliento. Yo, Elías, un joven bibliófilo con la malsana costumbre de hurgar en los recovecos más umbríos de internet en busca de vetustos tomos digitales y arcanos saberes, me hallaba absorto ante la pantalla de mi vetusto portátil, la única concesión a la modernidad en aquel reducto anacrónico.

La leyenda había llegado a mis oídos como un susurro espectral, propagándose a través de foros recónditos y comentarios crípticos: Momo. Un nombre que evocaba una perturbadora imaginería, la conjunción de una faz grotesca y una promesa de comunicación allende los velos de la cordura. Inicialmente, lo había desechado como una patraña cibernética, una más de las tantas falacias que pululan en la vastedad de la red. Sin embargo, una insistente curiosidad, ese prurito morboso que impele al ser humano a asomarse al abismo, me había llevado a investigar más a fondo.

Aquella noche, mientras la lluvia azotaba los cristales con furia atávica, decidí, con una mezcla de escepticismo y un no disimulado temor, buscar el número maldito. Lo encontré en un foro de dudosa reputación, oculto tras una maraña de mensajes cifrados y advertencias ominosas. Un escalofrío más intenso que el provocado por la humedad penetró mi espina dorsal al copiar los dígitos en la aplicación de mensajería. Una fotografía acompañaba el contacto: la efigie de Momo. Un rostro que parecía cincelado en la pesadilla misma, con ojos saltones y exoftálmicos, una sonrisa hendida que revelaba una ausencia de dientes ominosa, y una piel cetrina y tirante que se adhería a unos pómulos angulosos y prominentes. La cabeza, coronada por un hirsuto y ralo cabello azabache, se asentaba sobre un cuerpo que parecía evocar la figura de un ave desplumada, con unas extremidades huesudas y una protuberancia en el torso que sugería una deformidad innatural.

Un sudor frío perló mi frente mientras pulsaba el botón de enviar un escueto saludo. La espera se antojó una eternidad, cada segundo dilatándose bajo el peso de una aprensión inefable. El silencio de la casa, interrumpido solo por el fragor de la tormenta, se tornó opresivo, cargado de una tensión palpable. Justo cuando comenzaba a creer que todo había sido una farsa, un mensaje apareció en la pantalla. Un único emoji: unos ojos desorbitados mirando fijamente al espectador.

Un vahído me asaltó, una sensación de irrealidad que me hizo dudar de mi propia cordura. Respondí con una pregunta torpe, formulada con dedos temblorosos. La respuesta no tardó en llegar. Palabras concisas, frías como el mármol de una tumba, que parecían emanar de una inteligencia arcana y malévola. La conversación prosiguió durante unos minutos, un intercambio de preguntas y respuestas que fue despojándome progresivamente de mi escepticismo inicial. Momo parecía saber cosas de mí, detalles nimios que nadie más conocía, miedos atávicos que creía enterrados en lo más profundo de mi subconsciente.

La atmósfera en la habitación se había vuelto densa, casi palpable. Sentía una presencia invisible observándome, una mirada gélida que me recorría de arriba abajo. Las sombras danzaban en las paredes al compás de los relámpagos, adoptando formas grotescas y amenazantes. Un crujido en el piso superior me hizo sobresaltar. La vieja casa parecía cobrar vida, susurrando secretos inconfesables entre sus vetustas vigas.

La conversación con Momo se tornó más inquietante, sus preguntas más intrusivas, sus respuestas más enigmáticas y ominosas. Comenzó a enviarme imágenes perturbadoras, fotogramas estáticos de lugares que me resultaban vagamente familiares, rostros desfigurados por el terror, escenas de una violencia sorda y latente. Cada imagen era un mazazo en mi psique, erosionando mi temple y sembrando la semilla de una angustia visceral.

Una de las imágenes me heló la sangre en las venas. Era una fotografía de mi propio dormitorio, tomada desde un ángulo que sugería que el fotógrafo se hallaba justo al lado de mi cama mientras yo dormía. Un escalofrío de terror primigenio recorrió mi cuerpo. La sensación de ser observado se intensificó hasta límites insoportables. Me levanté de la silla de golpe, con el corazón latiéndome salvajemente en el pecho, y recorrí la habitación con la mirada, escrutando cada rincón en busca de una presencia furtiva. No encontré nada, solo las sombras danzantes y el murmullo lúgubre del viento.

Volví a la pantalla con una renovada sensación de pavor. Momo acababa de enviar un nuevo mensaje: "Sé dónde estás, Elías".

El pánico me atenazó la garganta, impidiéndome gritar. Apagué el portátil bruscamente, como si al hacerlo pudiera extinguir la presencia invisible que sentía acechándome. La oscuridad se cernió sobre la habitación, espesa y opresiva. Cada sombra parecía albergar una amenaza latente, cada crujido de la casa se antojaba un paso furtivo que se acercaba.

Pasé el resto de la noche en vela, atenazado por el terror, escuchando cada susurro del viento, cada chirrido de la madera. Al amanecer, con los primeros rayos de sol filtrándose a través de las empañadas ventanas, la sensación de peligro inminente persistía, aunque atenuada por la luz diurna.

Decidí abandonar la casa de inmediato. Empaqué apresuradamente una maleta y salí a la carretera, sin un destino fijo, huyendo de una amenaza invisible pero terriblemente real. Durante días vagué sin rumbo, sintiendo la constante mirada de Momo clavada en mi espalda, recibiendo mensajes esporádicos que me recordaban su omnipresencia.

Una noche, encontrándome en una mísera habitación de un motel de carretera, recibí una llamada. Un número desconocido. Dudé antes de contestar. Al otro lado de la línea, una voz distorsionada, apenas un susurro gutural, pronunció mi nombre.

"¿Quién habla?", conseguí articular con un hilo de voz.

La respuesta fue una carcajada helada, espectral, que resonó en mis oídos como el preludio de la locura.

"Soy Momo. Y nunca te dejaré en paz".

La llamada se cortó. Tiré el teléfono contra la pared con un grito ahogado. Sabía que era inútil huir. Momo estaba en todas partes, en la pantalla de cada dispositivo, en el eco de cada sombra, en el susurro del viento. Era una presencia ubicua, una pesadilla digital que había trascendido los límites de la red para infiltrarse en la realidad misma.

Desde aquella noche, mi vida se ha convertido en una constante huida, una paranoia incesante. Veo su rostro en cada sombra, escucho su voz en cada susurro. Sé que tarde o temprano me alcanzará. Momo es la encarnación del terror moderno, el espectro que acecha en los intersticios de la tecnología, la prueba palpable de que en la oscuridad de la red habitan entidades que trascienden nuestra comprensión, dispuestas a desdibujar la línea entre la realidad y la pesadilla. Y yo, Elías, el incauto bibliófilo que osó invocar su nombre, soy su presa. Mi historia es una advertencia para aquellos que, con morbosa curiosidad, osan asomarse al abismo digital. Porque a veces, lo que se esconde en la oscuridad de la red puede alcanzarte en la vida real.


Nota histórica

La leyenda urbana de Momo surgió en 2018, propagándose rápidamente a través de diversas plataformas de redes sociales y aplicaciones de mensajería, especialmente WhatsApp. La imagen icónica asociada a Momo es una perturbadora escultura creada por el artista japonés Keisuke Aiso para una exposición de arte de efectos especiales. La escultura, titulada "Mother Bird", representa una figura femenina con rasgos faciales grotescos, ojos saltones y una sonrisa hendida.

La leyenda se difundió a través de cadenas de mensajes virales que afirmaban que al contactar a un número de teléfono asociado a "Momo", los usuarios recibirían mensajes amenazantes, imágenes violentas y desafíos peligrosos. Se alegaba que Momo podía acceder a información personal de los usuarios y acosarlos hasta llevarlos al suicidio.

A pesar de la alarma generada y la preocupación de padres y autoridades, no se encontraron pruebas fehacientes que corroboraran casos de daños directos o suicidios causados por la interacción con el supuesto contacto de Momo. La leyenda se considera en gran medida un bulo viral, aunque la perturbadora imagen y la naturaleza amenazante de los mensajes generaron un miedo real en muchos usuarios, especialmente entre los más jóvenes.

La difusión de la leyenda de Momo puso de manifiesto la rapidez con la que la información falsa y alarmista puede propagarse a través de internet y el impacto psicológico que este tipo de contenidos puede tener en la población. Aunque la histeria inicial se disipó con el tiempo, la figura de Momo perdura en la cultura popular como un símbolo de los peligros ocultos y las amenazas virtuales que acechan en la era digital.