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EL ULTIMO VIAJE DE GENGHIS KHAN

Nadie sabía adónde iban. Solo sabían que tenían que seguir al gran khan, aunque fuera hasta el fin del mundo. Habían dejado atrás sus familias, sus tierras, sus posesiones. Solo les quedaba su lealtad al hombre que había conquistado medio mundo.

Pero el gran khan ya no era el mismo. Estaba enfermo, débil, moribundo. Sus ojos se habían apagado, su voz se había quebrado, su cuerpo se había encogido. Ya no cabalgaba al frente de sus ejércitos, sino que era llevado en una carreta cubierta por una lona. Nadie podía verlo ni hablarle, excepto sus hijos y sus generales más cercanos.

Los rumores se extendían entre los soldados. Unos decían que el khan había sido envenenado por sus enemigos. Otros, que había sido maldecido por los dioses de las tierras que había saqueado. Algunos, que había pactado con el diablo a cambio de su poder, y que ahora le había llegado la hora de pagar.

Lo único que sabían con certeza era que el khan había ordenado que lo enterraran en secreto, en un lugar que solo él conocía. Y que nadie debía saber jamás dónde estaba su tumba.

Así que siguieron viajando, sin rumbo ni destino, por montañas, valles, ríos y desiertos. Hasta que un día, la carreta se detuvo. Habían llegado.

Los hijos y los generales del khan bajaron de sus caballos y se acercaron a la carreta. Levantaron la lona y vieron el rostro del khan. Estaba pálido, frío e inmóvil.

Con lágrimas en los ojos, lo sacaron de la carreta y lo envolvieron en una tela blanca. Luego, lo cargaron sobre sus hombros y lo llevaron a una cueva cercana. Allí, lo depositaron sobre un lecho de piedra y lo rodearon de sus armas, sus joyas, sus ropas y sus caballos favoritos. Le hicieron un funeral digno de un rey, con cánticos, oraciones y ofrendas.

Pero eso no era todo. El khan había dejado una última voluntad: que nadie supiera dónde estaba su tumba. Y para cumplirla, había que hacer algo terrible.

Los hijos y los generales del khan salieron de la cueva y ordenaron a los esclavos que la sellaran con piedras y tierra. Los esclavos obedecieron, sin saber que estaban cavando su propia tumba. Cuando terminaron, los hijos y los generales del khan los rodearon y los mataron a todos. Luego, quemaron sus cuerpos y esparcieron sus cenizas al viento.

Pero eso tampoco era suficiente. Los hijos y los generales del khan sabían que ellos también eran testigos de la ubicación de la tumba. Y que si alguno de ellos hablaba, el secreto se perdería. Así que hicieron un pacto de sangre: se juraron mutuamente que guardarían el secreto hasta la muerte. Y para sellarlo, se mataron entre ellos. Uno a uno, fueron cayendo al suelo, atravesados por las espadas de sus hermanos.

El último en quedar vivo fue el hijo mayor del khan, el heredero de su imperio. Miró a su alrededor y vio los cadáveres de sus familiares y amigos. Sintió un vacío en el pecho, una soledad infinita. Se preguntó si valía la pena tanto sacrificio, tanta sangre, tanta muerte. Se preguntó si su padre estaría orgulloso de él.

Entonces, escuchó una voz. Una voz que venía de la cueva. Una voz que conocía muy bien. Era la voz de su padre.

  • Hijo mío - dijo la voz -. Has cumplido con tu deber. Has guardado mi secreto. Has honrado mi nombre. Ahora, ven a reunirte conmigo. Ven a descansar a mi lado.

El hijo mayor del khan sintió un escalofrío. No sabía si era una alucinación, una ilusión, o una realidad. Pero no le importó. Se levantó, se dirigió a la cueva y la abrió. Entró en la oscuridad, buscando el lecho de piedra donde yacía su padre. Y lo encontró.

Pero no estaba solo. Junto a él, había una figura. Una figura que se movía, que respiraba, que vivía. Una figura que tenía el rostro de su padre, pero no sus ojos. Sus ojos eran rojos, como el fuego. Y lo miraban con una mezcla de ira, de odio, de locura.

  • Hijo mío - repitió la voz -. Has venido a reunirte conmigo. Has venido a descansar a mi lado. Pero no como un hijo, sino como un esclavo. Porque yo soy el khan de los khans, el señor de los señores, el amo de los amos. Y tú eres solo un gusano, un insecto, una nada. 

El hijo mayor del khan quiso gritar, quiso huir, quiso morir. Pero no pudo. La figura se abalanzó sobre él, lo agarró con sus manos, lo mordió con sus dientes, lo desgarró con sus uñas. Lo hizo sufrir, lo hizo sangrar, lo hizo arder. Lo hizo suyo.

Y nadie lo escuchó. Nadie lo vio. Nadie lo supo.

La tumba de Genghis Khan quedó sellada para siempre. Y con ella, su secreto. Y su maldición que aún sigue viva junto a su cadáver entre las sombras de una cueva secreta

NOTA HISTORICA: Genghis Khan  desapareció por voluntad propia. Tenía algo más de 60 años cuando murió. En su lecho de muerte, insistió en que lo enterraran en secreto en una tumba sin marcar. Ordenaron a los esclavos que enterraran su cuerpo y, después, los mataron. Posteriormente, los soldados que asesinaron a los esclavos también fueron asesinados. El sistema debió de funcionar porque nadie ha sido capaz de encontrar sus restos nunca.