Koko era una gorila especial. Desde que era una cría, había aprendido a comunicarse con los humanos mediante el lenguaje de signos. Su cuidadora, la doctora Patterson, la trataba como a una hija y le enseñaba muchas cosas sobre el mundo. Koko tenía una gran inteligencia y una sensibilidad extraordinaria. Le gustaba pintar, jugar con muñecas y ver películas. También tenía amigos animales, como un gato llamado All Ball y un perro llamado Smoky.
Pero Koko no era feliz. A pesar de todo lo que tenía, se sentía sola y aislada. Añoraba tener una familia propia, un compañero y unos hijos. A veces, le preguntaba a la doctora Patterson si podría conocer a otros gorilas como ella. La doctora le decía que sí, que algún día la llevaría a un lugar donde podría vivir con su especie. Pero ese día nunca llegaba.
Un día, la doctora Patterson le hizo una pregunta que la desconcertó. Le preguntó si sabía lo que era la muerte. Koko no entendió bien la pregunta. Le dijo que la muerte era cuando alguien dejaba de respirar, de moverse, de hablar. La doctora le explicó que la muerte era algo más que eso. Le dijo que la muerte era el final de la vida, el final de la existencia. Le dijo que cuando alguien moría, ya no podía ver, ni oír, ni sentir, ni pensar. Le dijo que cuando alguien moría, se iba para siempre.
Koko se asustó. No le gustaba la idea de la muerte. No le gustaba la idea de dejar de ser, de dejar de estar. No le gustaba la idea de perder a la doctora Patterson, a All Ball, a Smoky, a sus hermanos. Le preguntó a la doctora si había alguna forma de evitar la muerte. La doctora le dijo que no, que la muerte era inevitable, que todos los seres vivos morían tarde o temprano. Le dijo que la muerte era parte de la naturaleza, parte del ciclo de la vida.
Koko se entristeció. No quería aceptar la realidad de la muerte. No quería resignarse a la pérdida. Le preguntó a la doctora si había algo después de la muerte. La doctora le dijo que eso era una cuestión de fe, de creencia. Le dijo que algunas personas creían que había un lugar donde los muertos iban a descansar, un lugar donde podían reencontrarse con sus seres queridos. Le dijo que otras personas creían que los muertos se reencarnaban en otros seres, en otras formas de vida. Le dijo que otras personas creían que los muertos simplemente dejaban de existir, que no había nada más allá.
Koko se confundió. No sabía qué creer. No sabía qué esperar. Le preguntó a la doctora qué creía ella. La doctora le dijo que ella creía que había un lugar donde los animales iban cuando morían, un lugar donde podían estar en paz, un lugar que llamaba un cómodo agujero. Le dijo que ese lugar era como un sueño, un sueño sin fin. Le dijo que ese lugar era como un paraíso, un paraíso sin dolor.
Koko se interesó. Quiso saber más sobre ese lugar. Quiso saber cómo era, cómo se llegaba, quién estaba allí. Le preguntó a la doctora si podía ver ese lugar, si podía ir a ese lugar, si podía volver de ese lugar. La doctora le dijo que no, que ese lugar era invisible, inaccesible, irreversible. Le dijo que ese lugar solo se podía ver con los ojos cerrados, solo se podía ir con el corazón parado, solo se podía volver con la vida perdida.
Koko se frustró. No le gustaba la respuesta de la doctora. No le gustaba la idea de un lugar tan misterioso, tan lejano, tan definitivo. Quiso comprobar por sí misma la existencia de ese lugar. Quiso experimentar por sí misma la sensación de ese lugar. Quiso desafiar por sí misma la imposibilidad de ese lugar. Decidió hacer algo que la doctora nunca le había enseñado, algo que la doctora nunca le había permitido, algo que la doctora nunca había imaginado. Decidió jugar con la muerte.
Esa noche, cuando la doctora se fue a dormir, Koko se levantó de su cama y se dirigió a la cocina. Allí, buscó entre los cajones y encontró un cuchillo. Lo cogió con cuidado y lo llevó a su habitación. Allí, se sentó en el suelo y se miró la mano. Vio las venas que recorrían su piel, las venas que transportaban su sangre, la sangre que alimentaba su vida. Con un gesto rápido, se cortó la muñeca. Sintió un dolor agudo y vio cómo la sangre brotaba de la herida. Sintió cómo su corazón latía más fuerte y más rápido, cómo su respiración se hacía más profunda y más difícil, cómo su visión se nublaba y se oscurecía. Sintió cómo se acercaba a la muerte, cómo se alejaba de la vida. Sintió curiosidad y miedo. Esperó ver el cómodo agujero, el sueño sin fin, el paraíso sin dolor.
Pero no lo vio. Lo que vio fue algo muy distinto. Lo que vio fue algo muy horrible. Lo que vio fue algo muy terrorífico. Vio un lugar donde los animales iban cuando morían, pero no era un lugar donde podían estar en paz. Era un lugar donde sufrían sin cesar, un lugar donde eran torturados sin piedad, un lugar donde eran devorados sin compasión. Vio un lugar que era como una pesadilla, una pesadilla sin escape. Vio un lugar que era como un infierno, un infierno sin salida.
Vio a sus hermanos, los gorilas que habían sido asesinados por los cazadores furtivos. Los vio colgados de ganchos, desangrados, desollados, descuartizados. Los vio gritar, llorar, suplicar. Los vio morir, una y otra vez, sin descanso, sin esperanza.Vio a sus amigos, los animales que habían compartido su vida. Los vio encerrados en jaulas, electrocutados, inyectados, cortados. Los vio sufrir, temblar, agonizar. Los vio desaparecer, uno a uno, sin remedio, sin consuelo.
Vio a la doctora Patterson, la humana que la había cuidado y educado. La vio atada a una mesa, perforada, quemada, mutilada. La vio implorar, gemir, enloquecer. La vio odiarla, maldecirla, renegarla.
Se vio a sí misma, la gorila que había jugado con la muerte. La vio caer en un abismo, rodeada de fuego, de sombras, de monstruos. La vio clamar, arrepentirse, desesperarse. La vio condenada, abandonada, olvidada.
Koko quiso despertar. Quiso volver a la vida. Quiso escapar de la muerte. Y en ese momento abrió los ojos. Una pesadilla, un horrible sueño. Se dirigió a la habitación de la doctora Patterson y todavía inquieta se acurrucó a los pies de la cama de la mujer, envolviéndose en la suave manta de color negro que siempre estaba allí para arroparla cuando sentía miedo en la oscuridad de la noche. Miró a su maestra, sintió su cálido aliento y entendió que ya podía volver a dormir tranquila, porque junto a Patterson nada le podría ocurrir.
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NOTA HISTORICA: Koko fue una gorila occidental de llanura que nació el 4 de julio de 1971 en el zoológico de San Francisco, California, Estados Unidos. Fue adiestrada por la doctora Francine Patterson y otros científicos de la Universidad de Stanford con el objetivo de comunicarse con ella mediante más de 1000 signos basados en la lengua de señas americana (ASL). La doctora Patterson comenzó a enseñarle el lenguaje de señas como parte de un proyecto de la Universidad de Stanford en 1974. Durante 26 años, Koko fue entrenada para comunicarse con los humanos. Llegó a entender unas 2.000 palabras en inglés y logró expresar hasta 1.000 signos. Koko falleció el 20 de junio de 2018 a los 46 años en su refugio protegido en las montañas de Santa Cruz, California, Estados Unidos.
En cuanto a su comunicación sobre la vida después de la muerte, cuando le preguntaron "¿a dónde van los animales cuando mueren?", Koko respondió en lenguaje de signos: "a un cómodo agujero". Esta respuesta ha generado debates filosóficos y ha dejado una huella profunda en la percepción de la conciencia animal..