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GERMINACION ABISAL

El vetusto pergamino, amarillento y quebradizo como la mortaja de un tiempo pretérito, solía reposar inerte en los anaqueles de mi estudio, una reliquia más entre las miríadas de despojos documentales que atestiguan las caprichosas vicisitudes del pasado humano. No obstante, una pertinaz insistencia en sus crípticos garabatos, narrando el advenimiento de los infantes esmeralda de Woolpit, comenzó a corroer la ataraxia de mi espíritu escéptico, Dr. Alistair Finch. Aquellos niños, surgidos de una fosa en el siglo XII, con epidermis teñida de un verde antinatural y profiriendo una algarabía incomprensible, eran, para la exégesis común, meros frutos de la fantasía popular, engendros de un reino de hadas olvidado. Mas, mi alma, acicateada por una oscura premonición, intuía que bajo el velo diáfano del mito, se incubaba un horror telúrico de proporciones cósmicas, una verdad de una índole tan abismal que la razón humana apenas podía sondearla sin zozobrar.

Mi obsesión, que al principio se disfrazaba de curiosidad académica, pronto devino en una ineludible compulsa. Me sumergí en tomos empolvados, en anales monacales donde la caligrafía monacal apenas velaba un terror primigenio, y en crónicas apenas inteligibles que hablaban de una brecha, una "rasgadura" en la textura misma de la realidad, no una simple fosa terrenal. La "fosa luporum," o pozo de los lobos, como se la conocía, no era una mera oquedad; era un umbral, un vórtice dormido que en un pretérito aciago había exhalado a dos pequeños vástagos de piel clorofílica, cuyo relato de un mundo subyacente, crepuscular y falto de sol, sonaba más a la pesadilla de un demiurgo moribundo que a la pueril invención de una mente infantil. El verdor de su piel, una vez atribuido a la anemia o a una dieta insólita, comenzó a revelarse en mi intelección como el efluvio de una exposición prolongada a una atmósfera antinatural, una simbiosis forzada, o acaso, la manifestación biológica de una energía inasible y profundamente ajena a nuestra esfera de existencia.

El peregrinaje hacia Woolpit fue una travesía no solo geográfica, sino psíquica. El paisaje mismo, a medida que me aproximaba al vetusto asentamiento, parecía transfigurarse, imbuido de una languidez palúdica, un sopor ominoso que se adhería a cada árbol centenario, a cada piedra musgosa. Una niebla perenne, densa y de un blanco sucio, se cernía sobre el páramo, difuminando los contornos del mundo conocido y tejiendo una panoplia espectral de sombras danzantes. El aire, pesado y gélido, portaba un aroma tenue pero penetrante, una combinación enfermiza de tierra húmeda, moho ancestral y algo más... algo metálico y acre, como la sangre coagulada de un titán olvidado. Sentí una presión sorda en el pecho, una constricción que no era de índole física, sino un apremio del alma, como si la realidad misma se adelgazara a mi alrededor, volviéndose permeable a una presencia inescrutable.

La "fosa" misma, ahora apenas una depresión irregular en un campo yermo, superó mis más lúgubres expectativas. No era un pozo, ni una cueva, sino una suerte de cicatriz en el suelo, una herida geológica que, bajo la pálida luz del sol mortecino, parecía latir con una quietud inquietante. Me agaché, mis dedos rozando la tierra fría y compacta. Un tenue brillo esmeralda, casi imperceptible, pareció emanar de las profundidades de la grieta. No era bioluminiscencia de musgo común; era un resplandor interior, un fulgor consustancial a la tierra misma, como si el subsuelo respirara con una luz propia y malévola. Un vaho frío, con el mismo aroma metálico y fétido, ascendió, y por un instante fugaz, juraría haber percibido un eco distante, un susurro gutural que no pertenecía a ninguna lengua humana conocida, un gemido arcano que se diluyó en el silencio opresivo del campo.

Fue entonces cuando, explorando los intersticios de la tierra que rodeaba la fosa, mis dedos tropezaron con un objeto. No era piedra, ni raíz. Con sumo cuidado, lo desenterré: una pequeña losa, lisa y de un verde oscuro casi negro, grabada con símbolos ciclópeos que desafiaban toda categorización lingüística. Su tacto era liso y frío, pero bajo mi pulgar, sentí una vibración sutil, una resonancia que parecía provenir de una antigüedad inmemorial. La losa no era de este mundo, eso lo supe con una certidumbre gélida. Era un fragmento de la verdad, un palimpsesto que albergaba el eco de una civilización abisal, moribunda quizás, pero no extinta, que se agitaba bajo nuestros pies, anhelando la luz de este mundo para germinar un terror cósmico olvidado. Los niños no eran extraviados; eran sondas, esporas, sacrificios voluntarios o involuntarios, enviados a la superficie para testear la permeabilidad del velo.

El horror que se anidó en mi intelecto no era el del sobresalto burdo, sino uno más insidioso, más duradero: el de la revelación de una verdad profunda y terminal. El verde de los niños no era una curiosidad folclórica; era la impronta de su origen, una marca de la miasma subyacente, el color de la podredumbre cósmica que se gestaba en el umbrío interregno bajo la costra terrestre. La "fosa" era la cicatriz de una herida pretérita, un rasgón en el velo ontológico que separaba nuestra existencia de un pleroma abisal. Y aquella losa verdosa era el óbice material de su inminente retorno, una baliza, un llamado silencioso. La civilización que los había despachado, agonizante en su inframundo sin sol, no buscaba auxilio, sino una nueva matriz, un vergel donde pudiera propagar su iniquidad.

Mis días y mis noches se volvieron un continuo paroxismo de investigación y delirio. Los objetos de mi estudio, los textos antiguos, los mapas que indicaban la supuesta ubicación de la fosa, comenzaron a mutar ante mis ojos, a respirar con una vida propia y ominosa. El verde sutil que había percibido en la fosa ahora parecía impregnar las páginas de mis libros, las vetas de la madera de mi escritorio. Mi mente, otrora un bastión de la razón, se sentía como un fortín sitiado por una marea verde y gelatinosa. Un velo invisible, tenue como la telaraña de un sueño febril, comenzaba a extenderse sobre el mundo, y yo era un vidente forzoso de su lenta e ineludible expansión. Lo que había enviado a los niños, un horror atávico de esencia incomprensible, no buscaba escapar, sino infestar, germinar en la prístina superficie de la Tierra, corrompiéndola con su presencia.

Una noche, mientras el fulgor de la luna se derramaba por mi ventana, proyectando sombras fantasmagóricas sobre mis estanterías, la losa esmeralda vibró de nuevo en mis manos, pero esta vez con una intensidad que me hizo soltarla. Cayó al suelo, y de ella, o de un punto indefinible en el aire circundante, emanó una luz verdosa, pulsante, que iluminó los intrincados símbolos. No eran caracteres; eran raíces, nervaduras de una vida inasible que se extendía, se retorcía. Sentí un frío glacial que me calaba hasta los huesos, no un frío común, sino la ausencia de calor, la vacuidad misma de la vida. Y entonces, la imagen nítida: la fosa no como un agujero en la tierra, sino como un ojo entreabierto, y de su oscuridad, una multitud de formas amorfas, lentas y viscosas, de un verde pálido, comenzaban a ascender, arrastrándose hacia la superficie, hacia mí.

No hubo grito. Solo una comprensión gélida, una lucidez aterradora. Los niños verdes de Woolpit no eran una leyenda; eran un presagio, los heraldos de una infestación silenciosa, un ósculo letal de lo cósmico. El velo se había rasgado, y el mundo subyacente, con su horror inefable, comenzaba a fusionarse con el nuestro. El verde, que una vez fue el color de la vida, se había transmutado en el tinte de una muerte lenta, una corrosión psíquica que no podía ser detenida. Y mientras la luz verdosa se atenuaba, llevándose consigo las visiones y dejando solo el eco de la verdad en mi alma perturbada, supe que no estábamos presenciando el fin, sino tan solo el principio, la germinación de un terror que había esperado milenios, pacientemente, bajo nuestros pies, y que ahora, por fin, encontraba su vergel.


Nota histórica

Los Niños Verdes de Woolpit es una leyenda medieval inglesa del siglo XII. Según los relatos de Guillermo de Newburgh y Ralph de Coggeshall, dos niños de piel verde emergieron de unas fosas en el pueblo de Woolpit (Suffolk). Hablaban una lengua desconocida, se negaban a comer cualquier alimento que no fueran habas verdes y se decía que procedían de una tierra subterránea, un "mundo crepuscular" o "Tierra de San Martín", donde el sol nunca brillaba plenamente. Con el tiempo, perdieron su tonalidad verde, aprendieron inglés y fueron bautizados. El niño murió poco después, pero la niña sobrevivió, se adaptó y, supuestamente, se casó en King's Lynn. La historia ha dado pie a numerosas interpretaciones, desde explicaciones dietéticas o envenenamiento por arsénico hasta teorías sobre visitantes de otro mundo o dimensión.

VIDEORELATO:

EL CENOTAFIO DEL HAMBRE ETERNA

Belchite no es un pueblo fantasma cualquiera. No es el eco melancólico de vidas pasadas, ni el susurro etéreo de espectros errantes. Belchite es una cicatriz abierta en la faz de la tierra, un cenotafio ciclópeo donde el sufrimiento, lejos de disolverse en el éter, ha coagulado en una presencia palpable, una quimera telúrica que aguarda. Y yo, Elías Ventura, necrófilo de la historia y archivero de las agonías pretéritas, fui lo suficientemente insensato como para hurgar en sus entrañas.

Mi obsesión con la impronta psíquica de la violencia, aquella pátina invisible que el dolor imprime en el tejido mismo de la realidad, me había traído hasta aquel paraje desolado de la provincia de Zaragoza. Había escudriñado códices mohosos, desentrañado crónicas de masacres olvidadas, pero Belchite prometía una verdad más visceral, un testimonio inmarcesible de la locura fratricida que desgarró España. Las ruinas hieráticas, agujereadas por la metralla como un sudario de laceos, se alzaban bajo un cielo plúmbeo, exhalando un miasma de polvo y recuerdos putrefactos. El viento, lejos de ulular, parecía suspirar con una melancolía que te calaba los huesos, una resonancia atávica que te invitaba a descender a sus abismos.

Portaba conmigo un opúsculo, un diario encuadernado en piel de cerdo curtida que había adquirido en un mercadillo de antigüedades en un recóndito burgo de Aragón. Sus páginas, amarillentas y frágiles, relataban la desdicha de un tal Padre Anselmo, un párroco que resistió en Belchite durante los días aciagos de 1937. Sus primeras entradas eran las previsibles: el terror de los bombardeos, la hambruna, la desesperanza. Pero a medida que avanzaba la lectura, un hilo más sutil, más ominoso, empezaba a tejerse. Anselmo hablaba de una "presencia", de una "cosecha de almas" que se cernía sobre el pueblo, no como un mero efecto colateral de la guerra, sino como su misma razón de ser, su insidioso propulsor. Un ente sin forma, un hambre primigenia que se nutría del terror y la consunción.

El primer día de mi incursión fue una danza macabra con la desolación. La iglesia de San Martín, con su torre desnucada y sus arcos ojivales desdentados, me recibió como un espectro pétreo. Las casas, esquejes de mampostería, se abrían al cielo como cuencas vacías, pozos de sombra donde el tiempo había cesado su marcha. Mi equipo de registro —un grabador de alta sensibilidad, una cámara de espectro completo, un sensor de vibraciones mínimas— parecía irrisorio ante la magnitud de la tragedia petrificada. Sin embargo, en el silencio opresivo que solo el páramo puede ofrecer, comencé a percibir anomalías. Una frialdad anómala en el interior del convento de San Rafael, donde las monjas habían sido sacrificadas. Un leve zumbido, apenas audible, que no provenía de insecto alguno, sino que parecía emanar de las profundidades de la tierra.

Las palabras de Anselmo comenzaron a anidar en mi mente, floreciendo con una pertinacia inquietante. "No son fantasmas los que vagan, sino la memoria del dolor que se ha vuelto carne," había escrito. Y yo sentía esa carne, una textura intangible y viscosa que se adhería a mi piel. En la penumbra de una casa sin tejado, entre escombros calcinados, el diario del Padre Anselmo pareció palpitar. Abrióse por una página, no al azar, sino con una convicción que me heló la sangre. Un dibujo rudimentario, un garabato infantil casi, que representaba una silueta amorfa elevándose sobre el campanario, y debajo, una frase escrita con una caligrafía que se había tornado febril: "Devora la desesperación. Es el pan de su existencia."

Mis sueños en la tienda de campaña, montada a una prudente distancia de las ruinas, se volvieron un proceloso mar de imágenes fragmentadas: gritos ahogados en el lodo, el crujido de huesos bajo el peso de la artillería, rostros desfigurados por el espanto. No eran meras pesadillas; sentía que no eran *mis* pesadillas. Eran injertos, remembranzas parasitarias que se alojaban en mi psique, obnubilando la fina línea entre el ayer y el ahora. Me despertaba bañado en un sudor gélido, el aliento entrecortado, con la certeza de que algo más allá de la historia me observaba, escudriñando mis temores más recónditos.

El Padre Anselmo había mencionado un lugar, "la cripta bajo el púlpito del viejo templo," donde "se hicieron tratos innombrables para apaciguar la Bestia que la guerra había liberado." Belchite poseía dos iglesias principales, la de San Martín y la de San Agustín. Tras días de búsqueda febril, entre las piedras que una vez formaron la Iglesia de San Agustín, hallé el púlpito semiderruido y, tras él, una losa de piedra con un ósculo desdibujado y una inscripción apenas legible: *Ad Fames Aeterna*. Hacia el Hambre Eterna.

Empujé la losa con una fuerza que no creía poseer. El aire que emanaba de la oscuridad era rancio, denso, cargado de una humedad que se sentía antigua y maligna. Descendí por una escalinata angosta, mis pasos resonando en el silencio como latidos de un corazón aterrado. La linterna de mi cabeza apenas rasgaba las tinieblas de la cripta. Allí, en el centro de una sala circular de apenas cinco metros de diámetro, yacía un altar rudimentario, manchado con una sustancia parda y reseca que preferí no identificar. Sobre él, una serie de objetos: fragmentos de huesos humanos, astillas de madera ennegrecida, y lo que parecía ser una crisálida de algún insecto gigantesco, pero cuyo material era orgánico, quebradizo, y exhalaba un dulzor putrefacto.

En ese instante, la realidad se desdibujó. No hubo ráfaga de viento, ni grito sobrenatural. Fue una implosión, un colapso de la cordura. Las sombras de la cripta no danzaron; se solidificaron, se volvieron palpables, como una gelatina oscura y pulsante que se extendía desde el altar. De ellas emergió no una forma definida, sino una conjunción de sensaciones: el hedor acre del miedo petrificado, el chirrido incesante de miles de voces ahogadas, la presión de una gravedad invertida que me aplastaba el alma. La presencia que el Padre Anselmo había documentado, el Hambre Eterna, se revelaba ante mí no como un ente visible, sino como la esencia misma de la desolación, un parásito cósmico que había encontrado en el holocausto de Belchite un banquete ininterrumpido.

Mis ojos, o lo que yo creía que eran mis ojos, fueron testigos de un palimpsesto temporal. Vi los rostros desesperados de los milicianos y los nacionales, no en combate, sino en el instante exacto de su fallecimiento, sus últimas exhalaciones de terror siendo absorbidas por la masa vibrante. Sentí el dolor agudo de la bala que perforaba la carne, el frío de la bayoneta que se hundía, el ardor de la dinamita. No era una visión, era una *experiencia* forzada, una ósmosis macabra donde mi consciencia se fusionaba con el horror de millares. Comprendí el designio de aquel lugar: no era solo un cementerio, sino un abrevadero para una entidad atávica que se nutría de la desesperación humana, un pozo sin fondo de angustia perpetua. El Padre Anselmo no había apaciguado a la Bestia; solo había intentado documentar su ineludible victoria.

La cripta se convirtió en un crisol de agonía. El aire se hizo espeso con la miasma de milenios de guerras y genocidios, una fragancia dulce y nauseabunda que prometía la disolución. La crisálida del altar vibró, y de ella, en lugar de un insecto, brotó un murmullo, una lengua primordial que me susurró verdades insoportables sobre la naturaleza de la existencia, sobre cómo el sufrimiento no era un subproducto de la vida, sino su alimento esencial. En ese solipsismo del terror, supe que no buscaban mi muerte, sino mi *integración*. Convertirme en otro fragmento de su memoria, otra chispa en su hoguera de desdicha.

Con una ráfaga de terror primario que me insufló una fuerza sobrenatural, me revolví. La linterna cayó, su haz de luz danzando frenéticamente sobre las paredes, revelando inscripciones que antes no había visto: jeroglíficos de angustia, símbolos de sacrificio. Tropecé, ascendí la escalinata a ciegas, cada paso una lucha contra el abrazo intangible que me arrastraba de nuevo a la oscuridad. El aire exterior, aunque aún cargado de polvo y muerte, me supo a néctar. La salida fue un parto agónico, una expulsión violenta del vientre de la bestia.

Desde entonces, Belchite me acompaña. Ya no son solo las ruinas las que me habitan, sino el eco de su Hambre Eterna que resuena en los recovecos más profundos de mi mente. Mis noches están plagadas de visiones de un mundo donde el dolor es una moneda de cambio, donde la desesperación es el más suculento de los manjares. Sé que la entidad no fue derrotada; solo ha vuelto a su estado de latencia, esperando la próxima gran conflagración, la próxima cosecha de almas. Y yo, Elías Ventura, soy ahora una de sus antenas, un faro ineludible en la vasta oscuridad del cosmos, condenado a escuchar los murmullos de su hambre insaciable. A veces, en el silencio de mi estudio, creo oír el chirrido de la crisálida. A veces, siento que aún me estoy desangrando por dentro, no de sangre, sino de desesperación.

Nota histórica

Belchite es un municipio español en la provincia de Zaragoza, Aragón, conocido por haber sido escenario de una de las batallas más encarnizadas de la Guerra Civil Española, la Batalla de Belchite, en 1937. El pueblo original quedó completamente devastado. Tras la guerra, Francisco Franco decidió no reconstruir el viejo Belchite, sino que ordenó edificar un nuevo pueblo al lado. Las ruinas del antiguo Belchite se conservaron como un monumento a la crueldad de la guerra y como un recordatorio de los horrores vividos. Hoy en día, es un lugar de gran interés histórico y turístico, atrayendo a visitantes por su atmósfera fantasmal y sus cicatrices de guerra, con numerosas leyendas urbanas sobre fenómenos paranormales y ecos del pasado.

EL SEPULCRO DE SAMARCANDA

El aire en Samarcanda, aquel 20 de junio de 1941, no era el habitual soplo estival que acariciaba las cúpulas turquesas y los minaretes cincelados del Gur-e Amir. No, aquella jornada una calina opresiva, una especie de manto tangible de presagio, se cernía sobre el mausoleo, como si la propia atmósfera contuviera la respiración ante lo que estaba por acontecer. El sol, usualmente un tirano implacable en estas latitudes, parecía velado por un sudario translúcido, sus rayos refractados en la polvareda suspendida, creando una iluminación crepuscular y espectral, impropia de la mañana.

Dentro del santuario, el profesor Mijaíl Guerasimov, un hombre de ciencia cuya fama trasvasaba las fronteras de la Unión Soviética, no se inmutaba. Sus manos, diestras y resueltas, se movían con la precisión de un relojero avezado, retirando el último fragmento de la losa de jaspe verde que sellaba la tumba de Timur, el cojo, el azote de Dios, Tamerlán. Un murmullo tenso, una suerte de suspiro contenido, se propagó entre los presentes. El doctor Yacov Guerasimov, su joven y prometedor asistente —y su sobrino, detalle que el profesor, en su austeridad, nunca mencionaba, aunque se le notaba el orgullo en la mirada—, un hombre de facciones afiladas y una inteligencia centelleante como el acero bruñido, sostenía la respiración. Sus ojos, habitualmente tan perspicaces, ahora estaban dilatados por la expectación y una incipiente zozobra. La humedad del subsuelo, antaño un mero inconveniente, se había trocado en una gélida caricia, envolviendo sus tobillos y ascendiendo por sus piernas, una sensación que no remitía a la frescura, sino a la putrefacción, al frío de la ultratumba.

Al retirarse la losa por completo, un hedor acre y dulzón, una mezcla nauseabunda de tierra húmeda, especias ancestrales y algo más, algo indescriptiblemente antiguo y corrupto, se derramó en el aire, obligando a los obreros a retroceder con toses ahogadas y gestos de asco. El profesor Guerasimov, sin embargo, se inclinó, con una devoción casi sacrílega, sobre el borde del sarcófago de mármol. En su interior, el esqueleto del conquistador reposaba, envuelto en un sudario de seda descompuesta, los restos de una vestimenta que antaño fue suntuosa. Pero no era la magnificencia marchita lo que capturó la atención de Yacov, sino una inscripción grabada en el interior de la tapa, apenas visible en la penumbra. Con la ayuda de una linterna, Yacov descifró los caracteres árabes con una voz que, por primera vez, sonaba quebrada y vacilante: "Quienquiera que abra mi tumba desatará sobre su pueblo un invasor más terrible que yo".

Un silencio sepulcral y atronador se cernió sobre la cámara. Los obreros, que antes habían bromeado y sudado con afán, ahora se habían vuelto estatuas de carne y hueso, sus rostros contraídos por un miedo atávico. El profesor Guerasimov, en su estoicismo científico, intentó disipar la tensión con un ademán desdeñoso: "¡Supersticiones de viejas, Yacov! Un mero intento de amedrentar a los saqueadores. La ciencia no se doblega ante patrañas de antaño". Pero su voz, aunque firme, carecía de la convicción habitual, y un pequeño temblor apenas perceptible en sus dedos, mientras encendía un cigarrillo, delató la grieta en su armadura racional.

Esa noche, una tormenta inusitada azotó Samarcanda, sus truenos retumbando como gritos ancestrales sobre los tejados y los relámpagos iluminando intermitentemente el cielo, revelando la silueta sombría del Gur-e Amir. El viento, que antes era una brisa cálida, se había convertido en un aullido furioso, arrastrando consigo no solo la arena del desierto, sino también la inquietud que se había infiltrado en los corazones de la expedición. Yacov, incapaz de conciliar el sueño, se asomó a la ventana de su aposento en la casa de huéspedes. La visión de la ciudad, empapada y batida por el temporal, le pareció fantasmagórica, como si el propio espíritu de Tamerlán se hubiera levantado para reclamar su pertinaz reposo. La inscripción, aquella profecía funesta, se había grabado a fuego en su mente.

A la mañana siguiente, la radio, un objeto que en aquellos tiempos era un lujo codiciado y una fuente inestimable de noticias, trajo la confirmación de los peores temores. La voz del locutor, usualmente tan imperturbable, se quebró al anunciar la noticia: Alemania había invadido la Unión Soviética. Los invasores, descritos como una horda mecanizada y despiadada, avanzaban con una celeridad aterradora, sembrando la desolación a su paso. Los rostros de los miembros de la expedición se tornaron cenicientos, sus miradas se cruzaron, llenas de un espanto mudo. La casualidad, la mera coincidencia, se antojaba una palabra hueca y vacía frente a la monstruosa realidad que se desplegaba ante sus ojos. El profesor Guerasimov, pálido y con una expresión pétrea, no pronunció palabra alguna. Su estoicismo había sido quebrantado.

Los días que siguieron fueron una vorágine de noticias funestas. Ciudades caían como fichas de dominó, ejércitos se desintegraban, y el fantasma de la derrota se cernía sobre la patria. La expedición arqueológica, que antes había sido un faro de conocimiento y progreso, se vio obligada a empacar sus herramientas y hallazgos con una celeridad febril. El rostro de Yacov, antes iluminado por la pasión científica, se había demacrado, sus ojos hundidos por la vigilia y el desasosiego. Cada informe de radio, cada mapa que mostraba el avance de las tropas nazis, era una nueva punzada que confirmaba la maligna sentencia que se había liberado.

Una tarde, mientras clasificaba los artefactos desenterrados, Yacov encontró un pequeño medallón de obsidiana en el fondo de una vasija. En su superficie, grabada con una delicadeza sorprendente, se distinguía una figura zoomorfa, una especie de bestia alada y grotesca con ojos de fuego. Al voltearlo, descubrió una inscripción diminuta, apenas visible a la luz mortecina de la lámpara de queroseno. Con una lupa, logró descifrar un texto en persa antiguo que decía: "Cuando el durmiente despierte, la bestia de hierro se levantará". Un escalofrío helado le recorrió la espina dorsal. ¿Era posible que no solo la tumba de Tamerlán, sino también sus enigmáticos objetos, contuvieran un poder tan maligno y profético?

La obsesión por la conexión entre la apertura de la tumba y la invasión se apoderó de Yacov con una fuerza inexorable. Noches enteras las dedicaba a revisar los diarios de campo del profesor, a buscar en antiguos manuscritos persas y árabes, a rastrear cualquier indicio, por ínfimo que fuera, que pudiese arrojar luz sobre aquel abismo de coincidencia. Su mente, antaño tan lúcida, comenzó a derrapar por sendas tortuosas, pobladas de visiones febriles y susurros inaudibles. La figura de Tamerlán, el conquistador cojo, se le aparecía en sueños, no como un esqueleto inerte, sino como una sombra colosal y amenazante, sus ojos hundidos brillando con una malicia ancestral.

El profesor Guerasimov, absorto en sus propios tormentos, no se percató del deterioro gradual de su sobrino. La guerra, con su feroz maquinaria de destrucción, había monopolizado la atención de todos. Sin embargo, una mañana, al entrar en el laboratorio improvisado, encontró a Yacov con el medallón de obsidiana en la mano, sus ojos desorbitados y febriles. "¡Profesor!", exclamó Yacov, su voz un ronquido áspero, "¡no fue una coincidencia! ¡La bestia de hierro, las legiones de tanques, los panzer! ¡Todo estaba predicho!" El profesor, por primera vez, sintió un escalofrío que no provenía del frío, sino del miedo a la locura.

Decidió enviar a Yacov de vuelta a Moscú, con la excusa de que necesitaban su perspicacia para catalogar los hallazgos en el Museo del Hermitage. En realidad, esperaba que el cambio de aires y la cercanía de la capital, aún no tocada por la guerra, pudieran templar su espíritu atribulado. Pero el viaje de Yacov no fue el retorno a la cordura que su tío esperaba. La semilla del terror ya había germinado en su mente, y cada kilómetro que lo acercaba a la Rusia en guerra solo alimentaba su paroxismo.

En los vagones atestados de refugiados y heridos, Yacov se sintió rodeado por un aura de desesperación. Los gritos de los niños, el lamento de las madres, el hedor a sangre y a miedo: todo le recordaba la atroz profecía cumplida. El medallón de obsidiana, que llevaba oculto bajo su camisa, parecía pulsar con una energía oscura, sus grabados cobrando vida en su visión periférica. Veía la figura de la bestia alada alzándose sobre el horizonte, sus garras extendiéndose para desgarrar el corazón de la Unión Soviética.

Llegó a Moscú en medio de un caos indescriptible. La ciudad, antes un hervidero de vida, ahora era un fantasma de sí misma, sus calles vacías, sus edificios tapiados, sus habitantes evacuados o en la línea de frente. El museo, antes un remanso de historia y arte, se había convertido en un refugio improvisado, sus salas atestadas de tesoros empaquetados y esperando ser trasladados a lugares más seguros. Pero Yacov no encontró consuelo en el orden ni en la protección. Su mente estaba irremediablemente ligada a la maldición desatada.

En las noches de bombardeos, mientras las sirenas ululaban y las explosiones sacudían los cimientos de la ciudad, Yacov se refugiaba en las profundidades del museo, entre las sombras de los artefactos ancestrales. Creía escuchar el eco de los pasos de Tamerlán en los pasillos vacíos, el chasquido de sus huesos desenterrados, el susurro de la inscripción que se había grabado en su memoria. La bestia de hierro, para él, no era solo una metáfora de los tanques nazis; era una entidad tangible, un demonio invocado por la osadía de unos pocos hombres de ciencia.

Un día, mientras la ciudad soportaba otro asedio aéreo, Yacov, consumido por la fiebre y la obsesión, salió a la calle. Su figura, demacrada y errante, era una sombra más entre las ruinas. Se movía sin rumbo, sus ojos vidriosos fijos en un punto invisible, murmurando incoherencias sobre la maldición de Tamerlán y la bestia de hierro. Un patrullero, al verlo, intentó detenerlo, pero Yacov, con una fuerza inesperada, se resistió, gritando: "¡No pueden detenerla! ¡Ya está aquí! ¡La bestia se ha levantado!" Los soldados, confundidos por su delirio, finalmente lo inmovilizaron y lo llevaron a un hospital de campaña.

Allí, entre el gemido de los heridos y el olor a antiséptico, Yacov languideció. Su mente se había quebrado definitivamente. Los médicos, en su informe, hablaron de un colapso nervioso severo, producto del estrés de la guerra y de una posible predisposición psiquiátrica. Pero Yacov, en sus momentos de lucidez, seguía aferrándose al medallón de obsidiana, susurrando la profecía que se había convertido en su verdadera y aterradora realidad. Murió semanas después, no por las heridas de guerra, sino por una fiebre implacable, consumido por el terror que había liberado.

El profesor Guerasimov, al enterarse de la muerte de su sobrino, sintió un aguijonazo de culpa que se sumó a su propia aflicción por la guerra. La ciencia, su diosa inmaculada, parecía haberlo traicionado. La inscripción en la tumba de Tamerlán, antes un dato curioso, se había transformado en un símbolo ominoso. La victoria final sobre el invasor, cuando finalmente llegó, se sintió agridulce, teñida por el recuerdo de la profecía cumplida y el sacrificio silencioso de aquellos que, como Yacov, habían sucumbido al horror que la historia había desenterrado.


Nota histórica

El relato se basa en la leyenda popular en torno a la apertura de la tumba de Tamerlán (Timur el cojo) en Samarcanda, actual Uzbekistán, por un equipo de arqueólogos soviéticos liderado por el antropólogo Mijaíl Mijáilovich Guerasimov. La tumba fue abierta el 20 de junio de 1941.

La leyenda cuenta que en el sarcófago de Tamerlán había una inscripción que rezaba: "Quienquiera que abra mi tumba desatará sobre su pueblo un invasor más terrible que yo". Curiosamente, dos días después de la apertura de la tumba, el 22 de junio de 1941, la Alemania nazi lanzó la Operación Barbarroja, la invasión a gran escala de la Unión Soviética, que resultó en una de las campañas militares más devastadoras y sangrientas de la historia.

Algunos informes sugieren que los lugareños intentaron advertir a los arqueólogos sobre la profecía, pero fueron ignorados. La coincidencia temporal entre ambos eventos alimentó la creencia en una maldición o una profecía. Lo cierto es que, tras la invasión nazi, el cuerpo de Tamerlán fue devuelto a su tumba con honores militares en noviembre de 1942, y la creencia popular sostiene que la marea de la guerra comenzó a cambiar a favor de la Unión Soviética poco después, con la victoria en Stalingrado.

Cabe destacar que no existe evidencia histórica fehaciente de la inscripción "Quienquiera que abra mi tumba desatará sobre su pueblo un invasor más terrible que yo" antes de la apertura de la tumba. Es probable que esta leyenda surgiera o se popularizara a raíz de la invasión nazi, como una forma de dar sentido a un evento tan catastrófico y encontrar una explicación en el misticismo o la superstición. Mijaíl Guerasimov fue un antropólogo real y pionero en la reconstrucción facial a partir de cráneos, y realmente exhumó los restos de Tamerlán.

ENTRE EL FUEGO Y LA FE


Los rescoldos moribundos de la hoguera arrojaban sombras danzarinas sobre los rostros contorsionados de la plebe. El frío de la noche navarra se colaba por los intersticios de las vestiduras, pero el escalofrío que atenazaba las entrañas no provenía del cierzo, sino de una aprehensión atávica, un pavor ancestral que se había anclado en el alma colectiva de Zugarramurdi. Era el año de Nuestro Señor de mil seiscientos diez, y la Inquisición, con su manto de piedad y su espada de fuego, había extendido su sombra ominosa sobre los valles pirenaicos, buscando la herejía en cada susurro del viento, en cada flor marchita. Y la encontraron, o creyeron encontrarla, en el corazón de la mujer, en el aquelarre de sus reuniones nocturnas, en el veneno de sus sortilegios.

Mi nombre es Martín de Larralde, y mi estirpe ha habitado estas tierras desde que el tiempo es tiempo, mis ancestros labrando la piedra y el temor con idéntica constancia. Aquella noche, mi mirada, aún joven y crédula, se posaba sobre María de Echalar, la curandera del pueblo, cuyos ojos, antaño lucientes de sabiduría, ahora rebosaban de una desesperación abismal. Había sido siempre una mujer de bien, sus manos expertas aliviando fiebres y componiendo huesos rotos con un ungüento de hierbas y una oración al Padre. Pero ahora, las acusaciones zumbaban como avispas rabiosas: "¡Bruja! ¡Servidora del Maligno! ¡Adoradora de la Cabra Negra!". Y la voz de la muchedumbre, un coro gutural, clamaba por su condena.


El proceso había sido una farsa grotesca. Los inquisidores, con sus ropajes oscuros y sus mentes pétreas, habían llegado a Zugarramurdi como buitres sobre la carroña. Sus métodos, una perversión de la justicia divina, consistían en el tormento y la sugestión. Una palabra arrancada bajo el yugo del dolor, un grito de agonía interpretado como confesión, y la condena estaba sellada. Graciana de Barrenechea, la anciana lavandera cuya risa antaño resonaba por el arroyo, fue la primera en sucumbir. Su piel, marchita como pergamino antiguo, no pudo soportar el potro, y sus balbuceos, incoherentes y desgarrados, fueron transcritos como pactos con el diablo.


Recuerdo la noche en que el pánico se apoderó de mi propia casa. Catalina, mi hermana menor, una niña de no más de ocho inviernos, se despertó en mitad de la noche, presa de terrores nocturnos. Sus gritos, agudos y penetrantes, resonaron por las estancias, y sus pequeños miembros se retorcían en una danza epiléptica. Mi madre, con el rostro transfigurado por el espanto, intentó calmarla, pero sus ojos vidriosos miraban más allá, a una visión inasible para nosotros. "¡La Sombra! ¡La Sombra viene a por mí!", clamaba, su voz estrangulada por el miedo. Al día siguiente, la voz del pregonero resonó por las calles, anunciando que Catalina había sido denunciada. Una vecina envidiosa, quizás, o simplemente una mente perturbada por la histeria colectiva. Los inquisidores vinieron por ella, y mi madre, desesperada, la ocultó en la bodega, entre los pellejos de vino y el olor a tierra húmeda. Pero la niña, en su inocencia, se delató con un estornudo.

Lo que siguió fue un descenso a los abismos de la locura. La Inquisición no buscaba la verdad, sino la confirmación de sus propias paranoias. Las acusaciones se propagaban como la peste, saltando de boca en boca, contagiando el miedo y la desconfianza. Las confesiones forzadas dieron lugar a nombres y más nombres, en una cadena interminable de delaciones. Mujeres, hombres, incluso niños, fueron arrastrados ante el tribunal, sus vidas destrozadas por la sospecha y la ignorancia. Se les acusaba de volar por los aires montadas en escobas, de transformarse en animales, de celebrar misas negras y de copular con el mismísimo Satanás. Ridículas patrañas para mentes racionales, pero verdades inmutables para aquellos que veían el pecado en cada esquina y el diablo en cada sombra.


El clímax de aquella orgía de crueldad fue el auto de fe de Logroño. No fue en Zugarramurdi, no. Los inquisidores prefirieron un escenario más grandioso para su espectáculo macabro. Treinta y una almas de Zugarramurdi, y de otros pueblos vecinos, fueron exhibidas públicamente ante una multitud ávida de sangre y espectáculo. Diez de ellas fueron condenadas a la hoguera, sus cuerpos destinados a la purificación por el fuego, sus almas a la redención por el dolor. Entre ellas, la anciana Graciana y la sabia María. Sus rostros, ya consumidos por la desesperación, no mostraban sorpresa, solo una resignación pálida. El humo ascendió al cielo, llevando consigo los últimos suspiros de una injusticia indecible, el aroma a carne quemada, y el hedor de la intolerancia.


Volví a Zugarramurdi con el corazón encogido y el alma lacerada. El pueblo, antaño bullicioso y alegre, ahora era un sepulcro de murmullos y miradas furtivas. La desconfianza se había cernido sobre cada hogar, cada familia. Las madres vigilaban a sus hijas con un miedo silencioso, y los hombres se evitaban en las tabernas. La histeria había pasado, sí, pero las cicatrices quedaron, profundas e invisibles. La cueva de Zugarramurdi, lugar de antiguas leyendas y ritos ancestrales, se convirtió en un monumento a la barbarie. La gente evitaba su entrada, temiendo que el eco de los gritos de las brujas aún resonara entre sus paredes de piedra. Y así, con el tiempo, la historia se fue tejiendo con el mito, y la realidad, cruel y desoladora, se fue diluyendo en la leyenda. Pero el recuerdo de aquellas llamas, de aquellos ojos suplicantes, nunca me abandonó. Una sombra persistente, un recordatorio perenne de la fragilidad de la razón y la monstruosidad de la fe ciega.


Nota histórica: El caso de las brujas de Zugarramurdi fue un proceso de la Inquisición española, celebrado en 1610 en Logroño, que supuso uno de los episodios más célebres y trágicos de la persecución de la brujería en España. La histeria colectiva se desató en la localidad navarra de Zugarramurdi, en el corazón del País Vasco francés, tras las acusaciones de una joven llamada María de Ximildegui, quien afirmó haber participado en aquelarres. A partir de sus confesiones, se inició un proceso inquisitorial que llevó a la detención de un gran número de personas.


Los inquisidores, especialmente Alonso de Salazar y Frías, fueron reacios a creer las acusaciones de brujería sin pruebas tangibles, pero la presión popular y el fanatismo de otros miembros del tribunal llevaron a condenas. A pesar de que Salazar y Frías defendió que no había pruebas sólidas de brujería real, sino más bien de delirios y sugestión, y que las confesiones eran producto de la tortura y la manipulación, su voz fue minoritaria. El resultado del auto de fe de Logroño fue la condena a la hoguera de once personas, seis de las cuales fueron quemadas en efigie (al haber fallecido en prisión o haber huido), y otras cinco fueron quemadas vivas. Este evento marcó un punto de inflexión en la historia de la brujería en España, ya que la Inquisición, a partir de entonces, adoptó una postura mucho más cautelosa y escéptica en los casos de brujería, reconociendo la necesidad de pruebas más allá de las confesiones obtenidas bajo tortura.


EL ESPEJO DE LA SIRENA

Barcelona, primavera de 1972. El bullicio incesante de la calle Pelai acariciaba los escaparates como un oleaje de miradas ansiosas y pasos acelerados. Entre los comercios de moda moderna y las librerías de estanterías infinitas, subsistía una tienda anacrónica, una corsetería de otro siglo: "La Sirena". Su rótulo de letras doradas sobre madera barnizada sobrevivía a la modernidad con una dignidad que imponía respeto. Las maniquíes del escaparate, ataviadas con corsés de encaje color marfil, parecían sacerdotisas de un culto arcano al cuerpo femenino.

Clara Guitart, estudiante de magisterio y aspirante a poeta, se detuvo frente a aquel escaparate como quien se topa con un vestigio de otro tiempo. Llevaba prisa, pero algo en la quietud de aquella tienda la atrajo, como un susurro entre la multitud. Empujó la puerta.

Una campanilla tintineó como el lamento de un instrumento olvidado. Dentro, el aire estaba impregnado de lavanda, polvo y un leve aroma a cera. Las paredes, cubiertas de papel floreado, y los mostradores de caoba componían un decorado detenido en la década de los cincuenta. Una mujer de rostro pálido y sonrisa de vitrina se aproximó con una reverencia leve.

—Bienvenida a La Sirena. ¿En qué puedo ayudarla?

—Buscaba... algo especial. —Clara se sintió estúpida al verbalizarlo.

—Para ocasiones especiales, tenemos un salón de probadores más discreto al fondo. Venga conmigo.

La mujer la guió por un pasillo estrecho flanqueado por vitrinas de encajes y cintas de satén. Al llegar al fondo, corrió una cortina de terciopelo color berenjena. El probador era un cubículo con suelo de madera crujiente, un taburete tapizado y un espejo de cuerpo entero enmarcado en hierro forjado.

Clara se despojó de su abrigo y comenzó a probarse un corsé azul noche. Al alzar la vista, algo en el espejo le hizo contener el aliento. Su reflejo no la imitaba con exactitud: había un ligero retardo, una vacilación, como si aquella otra Clara viviera un instante por detrás de ella.

Se acercó al cristal y lo tocó. Estaba tibio. Entonces, el espejo giró sobre un eje invisible y se abrió como una puerta. Una mano enguantada emergió de la oscuridad y la sujetó con fuerza, arrastrándola al otro lado.

Despertó en una sala sin ventanas, con lámparas de luz mortecina colgando del techo como insectos muertos. Varias jóvenes, algunas inconscientes, yacían en camastros de hierro cubiertos con sábanas raídas. Todas llevaban lencería antigua, como salidas de un museo textil. Una voz masculina, acompasada y gutural, resonó desde una esquina oscura:

—Muy bien, ya tenemos una nueva.

Clara intentó gritar, pero un pañuelo empapado en un olor acre cubrió su rostro. Volvió a perder el conocimiento.

El tiempo se desdibujó. Podía haber sido una noche o una semana. Las jóvenes eran vigiladas por mujeres vestidas de enfermeras, que no hablaban, solo aplicaban inyecciones y ajustaban corsés. Una de las cautivas, una francesa llamada Yvette, le susurró:

—Nos preparan para algo... para alguien. Algunas desaparecen por la puerta del fondo y no regresan.

Clara observó aquella puerta, blindada y siempre custodiada por una figura encapuchada. Cada noche, el eco de pasos acompañados por quejidos y sollozos quebraba el silencio.

Una madrugada, aprovechando un apagón momentáneo, Clara y Yvette lograron neutralizar a una de las "enfermeras" y robarle las llaves. Recorrieron pasadizos de piedra, bajaron por escaleras que olían a humedad y salitre, y al fin emergieron en un muelle del puerto de Barcelona.

Tiritando bajo la lluvia, alertaron a una patrulla de la Guardia Urbana. La operación policial posterior halló el local completamente vacío. Ninguna traza de sótanos, ningún espejo giratorio. La Sirena cerró una semana después, oficialmente por motivos de salud de la propietaria.

Años más tarde, Clara pasó por la calle Pelai convertida en profesora de literatura. En el número 26 había ahora una franquicia de ropa juvenil. Entró, por pura curiosidad. Al fondo, un conjunto de probadores modernos la esperaba. En uno de ellos, notó algo extraño en el espejo: una joven, de lencería azul noche, se despedía de ella con una sonrisa trágica.

Clara salió sin decir palabra. Desde entonces, evitó pasar por esa calle. Y jamás, bajo ninguna circunstancia, volvió a mirarse en un espejo de cuerpo entero sin encender antes la luz.

Nota histórica: La leyenda urbana de la corsetería "La Sirena" en la calle Pelai de Barcelona surgió en los años 70. Se decía que en esta tienda desaparecían jóvenes que eran secuestradas a través de mecanismos ocultos en los probadores y luego vendidas en redes de trata de blancas. Aunque nunca se encontraron pruebas concluyentes, la historia se difundió ampliamente, alimentada por el miedo y la desconfianza hacia ciertos establecimientos. Hoy en día, se considera una de las leyendas urbanas más conocidas de la ciudad.

LA HORA FUNESTA DEL HIERRO Y EL LAMENTO

Hay enclaves sobre la faz de la tierra donde la tragedia ha impreso una mácula tan indeleble, tan profundamente ígnea en la esencia misma del lugar, que el tiempo, en su discurrir implacable, se muestra impotente para erosionar su memoria. Son hiatos en la urdimbre de la realidad, puntos de sutura imperfecta entre el hoy y un ayer que se resiste a yacer en el sepulcro del olvido. El puente Bostian, en el condado de Iredell, Carolina del Norte, es uno de tales sitios: un costillar de hierro y madera suspendido sobre un barranco que no solo ha sido testigo mudo del espasmo final de incontables vidas, sino que, según murmuran las voces trémulas de la comarca, se ha convertido en escenario perpetuo de su postrer lamento, una cicatriz que supura espectros bajo el palio de la noche.

El doctor Leandro Vidal, catedrático emérito en Antropología de lo Inexplicable –disciplina que él mismo había pugnado por legitimar en los claustros más refractarios al misterio–, arribó a Statesville con la última luz de un agosto que declinaba, portando consigo el escepticismo metódico del erudito y una secreta, casi vergonzante, apetencia por lo numinoso. Su fama le precedía: un hombre de verbo florido y pluma acerada, capaz de desentrañar con pareja solvencia los mitos más abstrusos y las supercherías más burdas. El caso del tren fantasma del puente Bostian había llegado a sus oídos no como un susurro folclórico más, sino como un enigma con aristas de insólita y perturbadora precisión: una fecha fatídica, el veintisiete de agosto, que parecía convocar al infortunio con la puntualidad de un augurio ineluctable.

La crónica del desastre original, acaecido en 1891, era ya de por sí un lienzo de desolación. Un convoy de la Richmond and Danville Railroad, con su resuello de vapor y su estrépito metálico rasgando la quietud estival, se había precipitado al vacío desde la estructura del puente, entonces mayormente de madera. Veintitrés almas truncadas en un instante de hierro retorcido, madera astillada y un coro de alaridos que, decían, aún vibraba en el aire en las noches propicias. Pero lo que había catapultado la leyenda a una dimensión más sobrecogedora era la repetición del drama, como un eco macabro, ciento diecinueve años después. En idéntica fecha, el veintisiete de agosto de 2010, un hombre, un desdichado transeúnte, había sido arrollado por una locomotora moderna en el mismo puente, como si una ignota deidad ferroviaria exigiese su tributo con puntualidad secular.

Don Leandro se instaló en una vetusta pensión de Statesville, cuyo crujir de maderas y aroma a tiempo detenido armonizaban singularmente con el propósito de su visita. Sus primeras jornadas transcurrieron entre los anaqueles polvorientos del archivo condal y conversaciones con los descendientes de aquellos que aún conservaban algún jirón de memoria oral sobre el suceso. Halló crónicas periodísticas de la época, teñidas del dramatismo ampuloso del siglo decimonónico, que detallaban con fruición el amasijo de cuerpos y la desesperación de los rescatadores. Descubrió daguerrotipos velados donde el puente se erguía como un monumento a la fragilidad humana, y en los ojos de los retratados, una sombra premonitoria.

Un anciano, de nombre Jeremías, cuya piel parecía un mapa de los surcos del tiempo, le confió, entre sorbos de un brebaje innominado, que el puente no era solo un puente. "Es un umbral, doctor," siseó con voz cascada, sus pupilas como esquirlas de vidrio antiguo. "Y hay noches en que la puerta se entreabre. El tren no solo pasa; revive su agonía. Y quienes lo escuchan… quienes lo ven… se llevan un pedazo de esa muerte consigo." Las palabras del anciano, preñadas de una convicción atávica, resonaron en Vidal con una extraña persistencia, horadando la coraza de su escepticismo.

Conforme se aproximaba el fatídico aniversario, una suerte de pálpito ominoso comenzó a cernerse sobre el ánimo del doctor Vidal. Las noches se tornaron más densas, el aire más quieto, como si la propia naturaleza contuviera el aliento ante la inminencia de un prodigio luctuoso. El día veintiséis de agosto lo dedicó a una minuciosa inspección del puente Bostian. La estructura actual, reforzada y modernizada, conservaba no obstante un aire de venerable antigüedad. El barranco, profundo y tapizado de una vegetación que parecía alimentarse de la penumbra, bostezaba bajo sus pies. El sol vespertino arrancaba destellos metálicos a los raíles que se perdían en la distancia, dos líneas paralelas hacia un horizonte preñado de incógnitas. No había nada tangiblemente anómalo, salvo una quietud opresiva y la sensación, casi física, de ser observado por presencias impalpables.

La noche del veintisiete de agosto descendió sobre Iredell County con una solemnidad fúnebre. Una luna gibosa y enfermiza se debatía entre jirones de nubes plomizas, tiñendo el paisaje de una luz espectral. Vidal, pertrechado con una grabadora de alta fidelidad, una cámara fotográfica con película de sensibilidad extrema y un termo de café cargado, se apostó en una ladera que ofrecía una vista privilegiada del puente, a una distancia prudencial pero suficiente para no perder detalle. El aire era gélido, impropio de la estación, y un silencio casi absoluto, una ausencia de sonido que tensaba los nervios, envolvía la escena. Solo el rumor lejano de algún insecto nocturno y el latir de su propio corazón rompían aquella quietud sepulcral.

Las horas reptaban con una lentitud exasperante. Pasada la medianoche, el frío se hizo más acerbo, calando hasta los huesos. Vidal consultó su reloj: las dos y veinticinco. La hora aproximada del siniestro de 1891. Contuvo la respiración. Y entonces, sutil como el hálito de un moribundo, percibió un cambio. Un levísimo temblor en el suelo, casi imperceptible. Luego, un olor. Un efluvio acre y penetrante a carbón quemado y vapor de agua, un aroma anacrónico que no debería flotar en el aire límpido de la madrugada del siglo veintiuno.

Sus sentidos se aguzaron hasta el paroxismo. El temblor se intensificó, acompañado ahora de un rumor distante, un jadeo metálico que crecía en intensidad, acercándose por el oeste, por donde antaño discurría la vía original. No era el silbato agudo y moderno de los trenes de carga que ocasionalmente transitaban la línea. No. Aquel era un ulular profundo, lastimero, como el bramido de una bestia prehistórica herida de muerte. Los raíles del puente Bostian, bañados por la luz macilenta de la luna, comenzaron a vibrar visiblemente, emitiendo un zumbido metálico que erizó el vello de la nuca de Leandro Vidal.

Y allí estaba. Emergiendo de la negrura de la noche, no como una aparición etérea, sino con una solidez aterradora, una locomotora decimonónica, con su gran farol frontal horadando la oscuridad como un ojo ciclópeo y columnas de humo denso y oscuro manando de su chimenea, avanzaba con inexorable lentitud hacia el puente. Tras ella, una hilera de vagones de pasajeros, con sus ventanillas mortecinamente iluminadas, dejando entrever siluetas inmóviles en su interior. El estrépito era ahora ensordecedor: el chirriar de las ruedas contra el metal, el resoplido titánico de la máquina, un pandemónium de sonidos de una era pretérita.

Vidal, paralizado entre el terror y una fascinación morbosa, apenas acertó a levantar su cámara. El tren alcanzó el inicio del puente. Fue entonces cuando el horror se desató en toda su magnitud. Un crujido espantoso, como el de huesos gigantescos partiéndose, hendió el aire. La locomotora pareció encabritarse, sus ruedas delanteras desprendiéndose de los raíles. Los vagones que la seguían se arrugaron como si fueran de papel, empujándose unos a otros en una danza macabra. Y luego, los gritos. Un coro de alaridos inhumanos, agudos, preñados de un pavor y una agonía que trascendían cualquier descripción, brotó de las entrañas del convoy mientras este se precipitaba, en una cascada de hierro y madera, hacia el abismo oscuro del barranco.

El estruendo del impacto fue una deflagración sonora que sacudió la tierra. Chispas anaranjadas y rojizas brotaron de la masa informe de metal, iluminando fugazmente la escena del desastre. Y los lamentos… los lamentos se hicieron más nítidos, más desgarradores: voces de hombres, mujeres y niños pidiendo auxilio, llorando, gimiendo en una polifonía de sufrimiento que amenazaba con quebrar la cordura del observador. Vidal sintió que sus piernas flaqueaban, una náusea helada ascendiendo por su garganta. No era una visión, era una vivencia. El olor a sangre y a carne quemada, sutil pero inconfundible, se mezcló con el del carbón.

Intentó accionar el obturador de su cámara, pero sus dedos, transidos de un frío sobrenatural, no le obedecían. Solo pudo observar, con los ojos desorbitados, cómo la escena comenzaba a desvanecerse. Los gritos se atenuaron, convirtiéndose en susurros plañideros. El amasijo de hierros y los cuerpos fantasmales perdieron consistencia, volviéndose translúcidos, hasta que solo el puente, silente y vacío bajo la luz de la luna, permaneció. El olor a carbón y a tragedia se disipó lentamente, dejando tras de sí solo el aroma húmedo de la vegetación nocturna.

El silencio que siguió fue más aterrador que el estrépito anterior. Un silencio preñado de ecos inaudibles. Vidal permaneció inmóvil durante un tiempo que le pareció una eternidad, su mente luchando por procesar la vorágine de lo imposible. Cuando finalmente pudo moverse, descubrió que la grabadora había registrado únicamente un siseo estático, y la cámara, al ser revelada días después, mostraría tan solo la negrura insondable de la noche o imágenes veladas e inconexas del puente vacío. No había prueba tangible, solo el testimonio grabado a fuego en su alma.

Antes del amanecer, mientras recogía sus pertenencias con manos aún temblorosas, un nuevo sonido le heló la sangre. Un único grito, agudo y desesperado, seguido del retumbar inconfundible de un tren moderno y el chirrido brutal de unos frenos. ¿Era una nueva réplica, el eco del infortunio de 2010? ¿O acaso su mente, torturada, comenzaba a tejer sus propias quimeras? No se atrevió a investigarlo. Abandonó las cercanías del puente Bostian como alma que lleva el diablo, sin mirar atrás.

El doctor Leandro Vidal nunca publicó un estudio formal sobre el tren fantasma del puente Bostian. Las pocas notas que redactó sobre aquella noche eran fragmentarias, febriles, más propias de un poseso que de un académico. Se recluyó, y quienes le conocieron afirmaban que una sombra permanente se había instalado en su mirada, el reflejo de un horror que había contemplado demasiado de cerca, un horror que le susurraba desde las vías muertas de la memoria. El puente, mientras tanto, sigue allí, aguardando pacientemente el próximo aniversario, el próximo cruce sobrenatural en la fatídica noche de agosto.


Nota histórica

El puente Bostian, cercano a Statesville en el condado de Iredell, Carolina del Norte, fue el escenario de una de las peores catástrofes ferroviarias del estado. El 27 de agosto de 1891, un tren de pasajeros de la compañía Richmond and Danville Railroad descarriló mientras cruzaba el puente, que en aquel entonces era una estructura de unos 18 metros de altura (60 pies) sobre el arroyo Third Creek. El accidente provocó la caída de la locomotora y varios vagones al barranco, resultando en la muerte de aproximadamente 23 personas y numerosos heridos. La leyenda del tren fantasma que revive el accidente en el aniversario del suceso ha persistido durante más de un siglo, alimentada por supuestos avistamientos y la audición de sonidos inexplicables, como el estrépito del choque y los lamentos de las víctimas. La leyenda cobró una nueva y trágica dimensión el 27 de agosto de 2010, exactamente 119 años después del desastre original, cuando un hombre que se encontraba sobre el puente o en sus inmediaciones fue atropellado y muerto por un tren. Este último suceso ha reforzado la creencia popular en la naturaleza ominosa del lugar y la fecha.


ATRAPADO EN LA TELARAÑA DE MOMO

Un escalofrío larvado, cual sierpe hibernando en las entrañas de la red, comenzó su ascenso insidioso aquella noche de procelosos aguaceros y ululantes ventiscas. El viejo caserón familiar, sito en una apartada aldea donde los ecos del pasado aún danzaban en la bruma matutina, crujía bajo la embestida del temporal como un espectro senescente exhalando su último aliento. Yo, Elías, un joven bibliófilo con la malsana costumbre de hurgar en los recovecos más umbríos de internet en busca de vetustos tomos digitales y arcanos saberes, me hallaba absorto ante la pantalla de mi vetusto portátil, la única concesión a la modernidad en aquel reducto anacrónico.

La leyenda había llegado a mis oídos como un susurro espectral, propagándose a través de foros recónditos y comentarios crípticos: Momo. Un nombre que evocaba una perturbadora imaginería, la conjunción de una faz grotesca y una promesa de comunicación allende los velos de la cordura. Inicialmente, lo había desechado como una patraña cibernética, una más de las tantas falacias que pululan en la vastedad de la red. Sin embargo, una insistente curiosidad, ese prurito morboso que impele al ser humano a asomarse al abismo, me había llevado a investigar más a fondo.

Aquella noche, mientras la lluvia azotaba los cristales con furia atávica, decidí, con una mezcla de escepticismo y un no disimulado temor, buscar el número maldito. Lo encontré en un foro de dudosa reputación, oculto tras una maraña de mensajes cifrados y advertencias ominosas. Un escalofrío más intenso que el provocado por la humedad penetró mi espina dorsal al copiar los dígitos en la aplicación de mensajería. Una fotografía acompañaba el contacto: la efigie de Momo. Un rostro que parecía cincelado en la pesadilla misma, con ojos saltones y exoftálmicos, una sonrisa hendida que revelaba una ausencia de dientes ominosa, y una piel cetrina y tirante que se adhería a unos pómulos angulosos y prominentes. La cabeza, coronada por un hirsuto y ralo cabello azabache, se asentaba sobre un cuerpo que parecía evocar la figura de un ave desplumada, con unas extremidades huesudas y una protuberancia en el torso que sugería una deformidad innatural.

Un sudor frío perló mi frente mientras pulsaba el botón de enviar un escueto saludo. La espera se antojó una eternidad, cada segundo dilatándose bajo el peso de una aprensión inefable. El silencio de la casa, interrumpido solo por el fragor de la tormenta, se tornó opresivo, cargado de una tensión palpable. Justo cuando comenzaba a creer que todo había sido una farsa, un mensaje apareció en la pantalla. Un único emoji: unos ojos desorbitados mirando fijamente al espectador.

Un vahído me asaltó, una sensación de irrealidad que me hizo dudar de mi propia cordura. Respondí con una pregunta torpe, formulada con dedos temblorosos. La respuesta no tardó en llegar. Palabras concisas, frías como el mármol de una tumba, que parecían emanar de una inteligencia arcana y malévola. La conversación prosiguió durante unos minutos, un intercambio de preguntas y respuestas que fue despojándome progresivamente de mi escepticismo inicial. Momo parecía saber cosas de mí, detalles nimios que nadie más conocía, miedos atávicos que creía enterrados en lo más profundo de mi subconsciente.

La atmósfera en la habitación se había vuelto densa, casi palpable. Sentía una presencia invisible observándome, una mirada gélida que me recorría de arriba abajo. Las sombras danzaban en las paredes al compás de los relámpagos, adoptando formas grotescas y amenazantes. Un crujido en el piso superior me hizo sobresaltar. La vieja casa parecía cobrar vida, susurrando secretos inconfesables entre sus vetustas vigas.

La conversación con Momo se tornó más inquietante, sus preguntas más intrusivas, sus respuestas más enigmáticas y ominosas. Comenzó a enviarme imágenes perturbadoras, fotogramas estáticos de lugares que me resultaban vagamente familiares, rostros desfigurados por el terror, escenas de una violencia sorda y latente. Cada imagen era un mazazo en mi psique, erosionando mi temple y sembrando la semilla de una angustia visceral.

Una de las imágenes me heló la sangre en las venas. Era una fotografía de mi propio dormitorio, tomada desde un ángulo que sugería que el fotógrafo se hallaba justo al lado de mi cama mientras yo dormía. Un escalofrío de terror primigenio recorrió mi cuerpo. La sensación de ser observado se intensificó hasta límites insoportables. Me levanté de la silla de golpe, con el corazón latiéndome salvajemente en el pecho, y recorrí la habitación con la mirada, escrutando cada rincón en busca de una presencia furtiva. No encontré nada, solo las sombras danzantes y el murmullo lúgubre del viento.

Volví a la pantalla con una renovada sensación de pavor. Momo acababa de enviar un nuevo mensaje: "Sé dónde estás, Elías".

El pánico me atenazó la garganta, impidiéndome gritar. Apagué el portátil bruscamente, como si al hacerlo pudiera extinguir la presencia invisible que sentía acechándome. La oscuridad se cernió sobre la habitación, espesa y opresiva. Cada sombra parecía albergar una amenaza latente, cada crujido de la casa se antojaba un paso furtivo que se acercaba.

Pasé el resto de la noche en vela, atenazado por el terror, escuchando cada susurro del viento, cada chirrido de la madera. Al amanecer, con los primeros rayos de sol filtrándose a través de las empañadas ventanas, la sensación de peligro inminente persistía, aunque atenuada por la luz diurna.

Decidí abandonar la casa de inmediato. Empaqué apresuradamente una maleta y salí a la carretera, sin un destino fijo, huyendo de una amenaza invisible pero terriblemente real. Durante días vagué sin rumbo, sintiendo la constante mirada de Momo clavada en mi espalda, recibiendo mensajes esporádicos que me recordaban su omnipresencia.

Una noche, encontrándome en una mísera habitación de un motel de carretera, recibí una llamada. Un número desconocido. Dudé antes de contestar. Al otro lado de la línea, una voz distorsionada, apenas un susurro gutural, pronunció mi nombre.

"¿Quién habla?", conseguí articular con un hilo de voz.

La respuesta fue una carcajada helada, espectral, que resonó en mis oídos como el preludio de la locura.

"Soy Momo. Y nunca te dejaré en paz".

La llamada se cortó. Tiré el teléfono contra la pared con un grito ahogado. Sabía que era inútil huir. Momo estaba en todas partes, en la pantalla de cada dispositivo, en el eco de cada sombra, en el susurro del viento. Era una presencia ubicua, una pesadilla digital que había trascendido los límites de la red para infiltrarse en la realidad misma.

Desde aquella noche, mi vida se ha convertido en una constante huida, una paranoia incesante. Veo su rostro en cada sombra, escucho su voz en cada susurro. Sé que tarde o temprano me alcanzará. Momo es la encarnación del terror moderno, el espectro que acecha en los intersticios de la tecnología, la prueba palpable de que en la oscuridad de la red habitan entidades que trascienden nuestra comprensión, dispuestas a desdibujar la línea entre la realidad y la pesadilla. Y yo, Elías, el incauto bibliófilo que osó invocar su nombre, soy su presa. Mi historia es una advertencia para aquellos que, con morbosa curiosidad, osan asomarse al abismo digital. Porque a veces, lo que se esconde en la oscuridad de la red puede alcanzarte en la vida real.


Nota histórica

La leyenda urbana de Momo surgió en 2018, propagándose rápidamente a través de diversas plataformas de redes sociales y aplicaciones de mensajería, especialmente WhatsApp. La imagen icónica asociada a Momo es una perturbadora escultura creada por el artista japonés Keisuke Aiso para una exposición de arte de efectos especiales. La escultura, titulada "Mother Bird", representa una figura femenina con rasgos faciales grotescos, ojos saltones y una sonrisa hendida.

La leyenda se difundió a través de cadenas de mensajes virales que afirmaban que al contactar a un número de teléfono asociado a "Momo", los usuarios recibirían mensajes amenazantes, imágenes violentas y desafíos peligrosos. Se alegaba que Momo podía acceder a información personal de los usuarios y acosarlos hasta llevarlos al suicidio.

A pesar de la alarma generada y la preocupación de padres y autoridades, no se encontraron pruebas fehacientes que corroboraran casos de daños directos o suicidios causados por la interacción con el supuesto contacto de Momo. La leyenda se considera en gran medida un bulo viral, aunque la perturbadora imagen y la naturaleza amenazante de los mensajes generaron un miedo real en muchos usuarios, especialmente entre los más jóvenes.

La difusión de la leyenda de Momo puso de manifiesto la rapidez con la que la información falsa y alarmista puede propagarse a través de internet y el impacto psicológico que este tipo de contenidos puede tener en la población. Aunque la histeria inicial se disipó con el tiempo, la figura de Momo perdura en la cultura popular como un símbolo de los peligros ocultos y las amenazas virtuales que acechan en la era digital.