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ATRAPADO EN LA TELARAÑA DE MOMO

Un escalofrío larvado, cual sierpe hibernando en las entrañas de la red, comenzó su ascenso insidioso aquella noche de procelosos aguaceros y ululantes ventiscas. El viejo caserón familiar, sito en una apartada aldea donde los ecos del pasado aún danzaban en la bruma matutina, crujía bajo la embestida del temporal como un espectro senescente exhalando su último aliento. Yo, Elías, un joven bibliófilo con la malsana costumbre de hurgar en los recovecos más umbríos de internet en busca de vetustos tomos digitales y arcanos saberes, me hallaba absorto ante la pantalla de mi vetusto portátil, la única concesión a la modernidad en aquel reducto anacrónico.

La leyenda había llegado a mis oídos como un susurro espectral, propagándose a través de foros recónditos y comentarios crípticos: Momo. Un nombre que evocaba una perturbadora imaginería, la conjunción de una faz grotesca y una promesa de comunicación allende los velos de la cordura. Inicialmente, lo había desechado como una patraña cibernética, una más de las tantas falacias que pululan en la vastedad de la red. Sin embargo, una insistente curiosidad, ese prurito morboso que impele al ser humano a asomarse al abismo, me había llevado a investigar más a fondo.

Aquella noche, mientras la lluvia azotaba los cristales con furia atávica, decidí, con una mezcla de escepticismo y un no disimulado temor, buscar el número maldito. Lo encontré en un foro de dudosa reputación, oculto tras una maraña de mensajes cifrados y advertencias ominosas. Un escalofrío más intenso que el provocado por la humedad penetró mi espina dorsal al copiar los dígitos en la aplicación de mensajería. Una fotografía acompañaba el contacto: la efigie de Momo. Un rostro que parecía cincelado en la pesadilla misma, con ojos saltones y exoftálmicos, una sonrisa hendida que revelaba una ausencia de dientes ominosa, y una piel cetrina y tirante que se adhería a unos pómulos angulosos y prominentes. La cabeza, coronada por un hirsuto y ralo cabello azabache, se asentaba sobre un cuerpo que parecía evocar la figura de un ave desplumada, con unas extremidades huesudas y una protuberancia en el torso que sugería una deformidad innatural.

Un sudor frío perló mi frente mientras pulsaba el botón de enviar un escueto saludo. La espera se antojó una eternidad, cada segundo dilatándose bajo el peso de una aprensión inefable. El silencio de la casa, interrumpido solo por el fragor de la tormenta, se tornó opresivo, cargado de una tensión palpable. Justo cuando comenzaba a creer que todo había sido una farsa, un mensaje apareció en la pantalla. Un único emoji: unos ojos desorbitados mirando fijamente al espectador.

Un vahído me asaltó, una sensación de irrealidad que me hizo dudar de mi propia cordura. Respondí con una pregunta torpe, formulada con dedos temblorosos. La respuesta no tardó en llegar. Palabras concisas, frías como el mármol de una tumba, que parecían emanar de una inteligencia arcana y malévola. La conversación prosiguió durante unos minutos, un intercambio de preguntas y respuestas que fue despojándome progresivamente de mi escepticismo inicial. Momo parecía saber cosas de mí, detalles nimios que nadie más conocía, miedos atávicos que creía enterrados en lo más profundo de mi subconsciente.

La atmósfera en la habitación se había vuelto densa, casi palpable. Sentía una presencia invisible observándome, una mirada gélida que me recorría de arriba abajo. Las sombras danzaban en las paredes al compás de los relámpagos, adoptando formas grotescas y amenazantes. Un crujido en el piso superior me hizo sobresaltar. La vieja casa parecía cobrar vida, susurrando secretos inconfesables entre sus vetustas vigas.

La conversación con Momo se tornó más inquietante, sus preguntas más intrusivas, sus respuestas más enigmáticas y ominosas. Comenzó a enviarme imágenes perturbadoras, fotogramas estáticos de lugares que me resultaban vagamente familiares, rostros desfigurados por el terror, escenas de una violencia sorda y latente. Cada imagen era un mazazo en mi psique, erosionando mi temple y sembrando la semilla de una angustia visceral.

Una de las imágenes me heló la sangre en las venas. Era una fotografía de mi propio dormitorio, tomada desde un ángulo que sugería que el fotógrafo se hallaba justo al lado de mi cama mientras yo dormía. Un escalofrío de terror primigenio recorrió mi cuerpo. La sensación de ser observado se intensificó hasta límites insoportables. Me levanté de la silla de golpe, con el corazón latiéndome salvajemente en el pecho, y recorrí la habitación con la mirada, escrutando cada rincón en busca de una presencia furtiva. No encontré nada, solo las sombras danzantes y el murmullo lúgubre del viento.

Volví a la pantalla con una renovada sensación de pavor. Momo acababa de enviar un nuevo mensaje: "Sé dónde estás, Elías".

El pánico me atenazó la garganta, impidiéndome gritar. Apagué el portátil bruscamente, como si al hacerlo pudiera extinguir la presencia invisible que sentía acechándome. La oscuridad se cernió sobre la habitación, espesa y opresiva. Cada sombra parecía albergar una amenaza latente, cada crujido de la casa se antojaba un paso furtivo que se acercaba.

Pasé el resto de la noche en vela, atenazado por el terror, escuchando cada susurro del viento, cada chirrido de la madera. Al amanecer, con los primeros rayos de sol filtrándose a través de las empañadas ventanas, la sensación de peligro inminente persistía, aunque atenuada por la luz diurna.

Decidí abandonar la casa de inmediato. Empaqué apresuradamente una maleta y salí a la carretera, sin un destino fijo, huyendo de una amenaza invisible pero terriblemente real. Durante días vagué sin rumbo, sintiendo la constante mirada de Momo clavada en mi espalda, recibiendo mensajes esporádicos que me recordaban su omnipresencia.

Una noche, encontrándome en una mísera habitación de un motel de carretera, recibí una llamada. Un número desconocido. Dudé antes de contestar. Al otro lado de la línea, una voz distorsionada, apenas un susurro gutural, pronunció mi nombre.

"¿Quién habla?", conseguí articular con un hilo de voz.

La respuesta fue una carcajada helada, espectral, que resonó en mis oídos como el preludio de la locura.

"Soy Momo. Y nunca te dejaré en paz".

La llamada se cortó. Tiré el teléfono contra la pared con un grito ahogado. Sabía que era inútil huir. Momo estaba en todas partes, en la pantalla de cada dispositivo, en el eco de cada sombra, en el susurro del viento. Era una presencia ubicua, una pesadilla digital que había trascendido los límites de la red para infiltrarse en la realidad misma.

Desde aquella noche, mi vida se ha convertido en una constante huida, una paranoia incesante. Veo su rostro en cada sombra, escucho su voz en cada susurro. Sé que tarde o temprano me alcanzará. Momo es la encarnación del terror moderno, el espectro que acecha en los intersticios de la tecnología, la prueba palpable de que en la oscuridad de la red habitan entidades que trascienden nuestra comprensión, dispuestas a desdibujar la línea entre la realidad y la pesadilla. Y yo, Elías, el incauto bibliófilo que osó invocar su nombre, soy su presa. Mi historia es una advertencia para aquellos que, con morbosa curiosidad, osan asomarse al abismo digital. Porque a veces, lo que se esconde en la oscuridad de la red puede alcanzarte en la vida real.


Nota histórica

La leyenda urbana de Momo surgió en 2018, propagándose rápidamente a través de diversas plataformas de redes sociales y aplicaciones de mensajería, especialmente WhatsApp. La imagen icónica asociada a Momo es una perturbadora escultura creada por el artista japonés Keisuke Aiso para una exposición de arte de efectos especiales. La escultura, titulada "Mother Bird", representa una figura femenina con rasgos faciales grotescos, ojos saltones y una sonrisa hendida.

La leyenda se difundió a través de cadenas de mensajes virales que afirmaban que al contactar a un número de teléfono asociado a "Momo", los usuarios recibirían mensajes amenazantes, imágenes violentas y desafíos peligrosos. Se alegaba que Momo podía acceder a información personal de los usuarios y acosarlos hasta llevarlos al suicidio.

A pesar de la alarma generada y la preocupación de padres y autoridades, no se encontraron pruebas fehacientes que corroboraran casos de daños directos o suicidios causados por la interacción con el supuesto contacto de Momo. La leyenda se considera en gran medida un bulo viral, aunque la perturbadora imagen y la naturaleza amenazante de los mensajes generaron un miedo real en muchos usuarios, especialmente entre los más jóvenes.

La difusión de la leyenda de Momo puso de manifiesto la rapidez con la que la información falsa y alarmista puede propagarse a través de internet y el impacto psicológico que este tipo de contenidos puede tener en la población. Aunque la histeria inicial se disipó con el tiempo, la figura de Momo perdura en la cultura popular como un símbolo de los peligros ocultos y las amenazas virtuales que acechan en la era digital.


EL LAMENTO NUPCIAL DE LA HABITACION 320

El aire gélido de Geilo, en la Noruega profunda, parecía solidificarse en los pulmones al descender del tren, un hálito acerado que anunciaba la inminencia de la noche polar y el peso insondable de la nieve acumulada. Mis pasos, amortiguados por el manto níveo que alfombraba la estación, me condujeron hacia la silueta imponente, casi espectral bajo la mortecina luz del crepúsculo, del Dr. Holms Hotel. Un edificio que exhalaba la pátina del tiempo, una elegancia vetusta que, sin embargo, no lograba disimular por completo un subtexto de melancolía, una suerte de herida invisible supurando bajo el lujo aparente. Mi destino, solicitado con una mezcla de temeridad académica y secreta avidez por lo macabro, era la habitación 320. Una nomenclatura anodina, casi burocrática, que resonaba en los corredores de la leyenda local con los ecos fúnebres de una tragedia acontecida en 1926, una historia susurrada sobre una joven desposada y un lazo corredizo en la soledad del desván.

Mi nombre, Lázaro Altolaguirre, catedrático emérito de Historia de las Mentalidades y Folclore Europeo, podría sugerir una predisposición a la credulidad; nada más lejos de la verdad. Me definía un escepticismo profesional que pugnaba, he de admitirlo, con una morbosa curiosidad por las arquitecturas psicológicas del miedo colectivo, por esos relatos que se adhieren a ciertos lugares como la hiedra a los muros centenarios. El Dr. Holms Hotel, con su fama de epicentro paranormal, constituía un espécimen fascinante para mi estudio. La habitación 320, epicentro de la conseja, era el laboratorio perfecto. Al franquear su umbral, tras un solícito botones que parecía rehuir mi mirada, me recibió una estancia amplia, decorada con un gusto exquisito pero anticuado: muebles de maderas nobles, tapices opulentos y una ventana que enmarcaba un paisaje de blancura inmaculada y sobrecogedora. No obstante, una corriente helada, ajena a cualquier lógica térmica en aquel ambiente caldeado, pareció acariciar mi nuca, un preludio sutil a la disonancia que pronto impregnaría mis sentidos.

La primera noche transcurrió bajo el signo de la vigilia autoimpuesta. Armado con mi cuaderno de notas y una petaca de aquavit para mitigar el frío –o quizá la aprensión–, me dispuse a catalogar cualquier anomalía. El silencio no era tal, sino un lienzo sobre el que se pincelaban susurros acústicos apenas perceptibles: el crujido pertinaz de la madera, como si la estructura misma del hotel respirase con dificultad bajo el peso de sus años y sus secretos; un levísimo golpeteo en los cristales de la ventana, que atribuí a la ventisca exterior, aunque carecía del furor esperado; y, lo más inquietante, una intermitente sensación de descenso térmico localizado, un hálito invernal que no guardaba relación con la calefacción central y que parecía serpentear por la habitación con una voluntad errática y propia. Anoté todo con meticulosidad cartesiana, esforzándome por mantener la objetividad del observador frente a la potencial subjetividad de la víctima sugestionada.

Mis pesquisas diurnas en los archivos locales de Geilo y en la propia biblioteca del hotel, un sanctasanctórum de volúmenes encuadernados en piel y olor a tiempo detenido, arrojaron luz sobre la identidad de la presunta aparecida: Astrid Larsen, una joven de Bergen llegada al hotel en plena luna de miel en el invierno de 1926. Las crónicas oficiales, lacónicas y pudorosas, hablaban de un "trágico infortunio", un eufemismo para el suicidio por ahorcamiento en el desván. Pero entre líneas, en cartas privadas de la época y testimonios orales recogidos décadas después por algún folklorista aficionado, emergían detalles discordantes: rumores de una disputa violenta con su flamante esposo la noche anterior, la mención de una joya –un collar de perlas, regalo nupcial– desaparecida, y la extraña circunstancia de que el marido abandonara el hotel precipitadamente antes siquiera de que se descubriera el cadáver. ¿Desesperación amorosa o algo más siniestro encubierto por la respetabilidad de la época y la influencia de la familia del esposo? La leyenda, como suele ocurrir, parecía una simplificación conveniente de una realidad más turbia y poliédrica.

Las noches subsiguientes intensificaron su ofensiva contra mi escepticismo. Los sueños se tornaron vívidos lienzos oníricos donde una figura femenina, etérea y vestida con un traje nupcial anacrónico, vagaba por pasillos idénticos a los del hotel, su rostro oculto por un velo de tul o por la penumbra misma, sus manos buscando algo con angustia palpable en el aire. Despertaba sobresaltado, con el corazón martilleando contra las costillas y el eco de un sollozo ahogado resonando en la quietud de la habitación. Más allá del sueño, los fenómenos se tornaron menos equívocos. El perfume vetusto, a violetas y polvo, que ciertas noches impregnaba el ambiente sin fuente discernible. Objetos menudos –mi pluma estilográfica, un libro– que encontraba desplazados de su lugar original, desafiando mi memoria y mi orden meticuloso. Y una noche, al mirarme en el espejo del baño, creí atisbar, por una fracción de segundo, un rostro pálido y descompuesto superpuesto al mío, una visión fugaz que me heló la sangre y me hizo dudar de mi propia cordura.

La frontera entre la sugestión y la manifestación tangible se pulverizó durante la cuarta noche. Mientras leía, absorto en un tratado sobre licantropía en la Escandinavia medieval, un frío glacial se apoderó de la habitación con una celeridad inusitada. La temperatura descendió tan bruscamente que mi aliento se condensó en vaho. Las luces parpadearon con violencia y luego se extinguieron, sumiéndome en una oscuridad casi absoluta, rota únicamente por el pálido resplandor de la nieve tras la ventana. Y entonces, lo oí. Un lamento inequívoco, desgarrador, que no provenía del exterior ni de las habitaciones contiguas, sino del interior mismo del cuarto, muy cerca. Era el llanto de una mujer sumida en la más profunda de las desesperaciones, un sonido que erizaba el vello y parecía arañar las paredes del alma. Paralizado por un pavor atávico que eclipsaba cualquier pretensión académica, permanecí inmóvil, escuchando aquella letanía de dolor que flotaba en la negrura.

Una atracción malsana, una pulsión que trascendía la curiosidad científica para adentrarse en los abismos de lo prohibido, me impelía hacia el origen de la tragedia: el desván. Averigüé, con discreción, que el acceso solía estar restringido, pero una vieja escalera de servicio, oculta tras un tapiz descolorido en un extremo del pasillo del tercer piso, ofrecía una ruta alternativa, aunque polvorienta y en desuso. Forzando la cerradura oxidada con una navaja multiusos –un acto indigno de un catedrático, pero necesario para el investigador de lo oculto–, ascendí por los escalones quejumbrosos hacia la oscuridad superior. El aire allí era una sustancia densa, preñada de una angustia petrificada, cargado del olor acre del polvo secular y de algo más indefinible, una fetidez sutil a descomposición y olvido. Entre vigas carcomidas y objetos cubiertos por sábanas fantasmales –viejos baúles, muebles desvencijados, un maniquí decapitado–, distinguí, en el centro de la estancia, una viga transversal más oscura que las demás, con una marca profunda, como si una cuerda hubiera mordido la madera con insistencia durante largo tiempo. Fue allí donde la sensación de presencia se hizo abrumadora, un frío que calaba hasta los huesos y la certeza absoluta de no estar solo. Sentí una mirada invisible sobre mi nuca, un odio helado y una tristeza insondable emanando de las sombras.

Regresé a la habitación 320 sintiéndome profanador y, a la vez, extrañamente conectado con el núcleo del misterio. Aquella noche, la habitación desató su esencia. No hubo sutilezas. El lamento regresó, pero esta vez acompañado por una manifestación visual. En el rincón más oscuro, donde la luz de la luna no llegaba, una forma comenzó a condensarse, un contorno vagamente humano que parecía tejido con la propia oscuridad y jirones de niebla. No tenía rostro definido, pero la postura era la de una sumisión absoluta, la cabeza ladeada de forma antinatural, como si el cuello estuviera roto. Un frío pavoroso me atenazó, pero fue la oleada de emociones que me invadió lo que casi me quiebra: una desesperación tan vasta como el paisaje nevado exterior, una sensación de traición infinita, y una ira gélida y concentrada. No era ya un eco, sino la presencia corpórea de la desesperación de Astrid Larsen, reviviendo eternamente su último instante o, quizá, buscando algo –¿justicia, su collar perdido, paz?– que le fue arrebatado junto con la vida. Sentí sus dedos espectrales rozar mi brazo, un contacto más frío que el hielo, y un susurro llegó a mi oído, no con palabras, sino con la pura esencia del sufrimiento: ayúdame... encuéntralo.... El terror me hizo perder el conocimiento, o tal vez fue un mecanismo de defensa de mi mente ante aquello que no podía procesar.

Abandoné aquel cubículo de pesadilla al alba. El viaje de regreso fue un tránsito silencioso a través de paisajes blancos que ya no me parecían hermosos, sino mortalmente indiferentes. El historiador había sido suplantado por el testigo aterrado, el académico por el hombre que había atisbado el abismo y sentido su aliento gélido. La habitación 320 del Dr. Holms Hotel ya no era para mí un simple caso de estudio folclórico, sino la cicatriz imborrable de un encuentro con una pena tan antigua y profunda que había logrado trascender la barrera misma de la muerte, enquistándose en las paredes de un hotel de lujo como un tumor maligno del tiempo. Llevo conmigo no solo el recuerdo, sino la sensación persistente de aquel contacto helado y la resonancia de una súplica que, temo, me perseguirá hasta mis propios últimos días.


Nota histórica

El Dr. Holms Hotel en Geilo, Noruega, inaugurado en 1909, es efectivamente conocido por sus historias de fantasmas, centradas principalmente en la habitación 320. La leyenda más extendida habla de una mujer joven que se alojó en el hotel durante su luna de miel en 1926. Tras una supuesta discusión con su marido o el descubrimiento de su infidelidad, y según algunas versiones, tras la desaparición de un valioso collar, la mujer se habría ahorcado en el ático del hotel. Desde entonces, su espíritu, a menudo identificado como Astrid, se dice que frecuenta la habitación 320, lugar donde se alojaba o que está conectada energéticamente con el ático. Los fenómenos reportados incluyen susurros, llantos, figuras espectrales, objetos que se mueven solos, fluctuaciones de temperatura y la sensación de una presencia invisible. Aunque los detalles varían ligeramente entre fuentes (algunas sitúan el suceso en 1927), la esencia de la historia sobre la novia desdichada y la habitación 320 es un elemento recurrente en el folclore asociado al hotel, convirtiéndolo en un destino popular para los interesados en lo paranormal. La dirección del hotel ha reconocido la leyenda e incluso la utiliza como parte de su atractivo histórico y misterioso.

EL LIENZO QUE DEVORABA EL TIEMPO

La voz del Gran Maestre se extinguió en los ecos sepulcrales de aquella cámara subterránea, mientras el círculo de caballeros permanecía genuflexo ante la reliquia. Yo, Gérard de Montfort, último de los neófitos, observaba cómo las llamas de los cirios proyectaban sombras danzantes sobre los rostros hieráticos de mis hermanos templarios. Aquella noche de 1307, en la profundidad oculta de nuestra encomienda parisina, se palpaba un hálito de inefable desasosiego; como si la vasta maquinaria del destino hubiese comenzado a girar sus engranajes en contra nuestra. La reliquia —un lienzo de procedencia bizantina labrado con arabescos indescifrables— parecía absorber la tenue luminosidad, devorando la luz tal como el abismo que se cernía sobre nuestra Orden. Ninguno de nosotros podía sospechar que las primeras luces del alba traerían consigo el estruendo de los martillos reales sobre nuestras puertas y el inicio de una persecución que, como un sudario impregnado de sangre, nos cubriría a todos por igual.

Había ingresado en la Orden del Temple apenas tres primaveras atrás, cuando los rumores acerca de nuestras prácticas heréticas eran todavía tenues susurros en las alcobas de la corte francesa. Mi padre, un modesto caballero de la Borgoña, había perecido en las cruzadas sin otro legado que su espada mellada y un puñado de deudas. La milicia cristiana se presentaba como mi único refugio ante la indigencia. Y fue así como, tras los rigurosos ritos iniciáticos, me convertí en uno más de aquellos monjes guerreros que, parapetados tras su manto de inmaculada blancura, ocultaban secretos que la cristiandad jamás debería conocer.

La liturgia nocturna concluyó con palabras pronunciadas en una lengua arcana que sólo los más veteranos comprendían. Jacques de Molay, nuestro venerable Gran Maestre, guardó la reliquia en un relicario de plata labrada y me entregó una llave de hierro forjado. Su mirada, penetrante como la hoja de un puñal damasceno, se clavó en mis ojos.

—Esta noche dormirás custodiando el tesoro, hermano Gérard. Las estrellas nos son adversas y presagio que nuestros enemigos se aproximan. Si el destino nos es aciago, deberás llevar este objeto a la encomienda de Tarragona, donde nuestros hermanos hispanos te proporcionarán salvoconducto.

Asentí con la solemnidad que la ocasión requería, aunque un estremecimiento recorrió mi espina dorsal. Los augurios del Gran Maestre rara vez erraban, pues se decía que había aprendido las antiguas artes adivinatorias durante su larga estancia en Tierra Santa.

La cámara del tesoro era una estancia octogonal excavada bajo los cimientos de nuestra casa capitular. Sus muros de piedra rezumaban una humedad ancestral y el aire quedaba impregnado de un olor a incienso y a metal oxidado. Mi vigilia transcurría silenciosa mientras contemplaba el relicario sobre el pedestal. Una irreprimible curiosidad me impelía a examinar nuevamente aquella reliquia que, según susurraban los hermanos más ancianos, no procedía de los santos lugares cristianos sino de templos más antiguos que el propio tiempo.

Cedí a la tentación cuando el reloj de arena marcó la medianoche. La llave giró con un chirrido metálico y la tapa se abrió revelando el lienzo. Bajo la mortecina luz de mi lámpara de aceite, los símbolos bordados parecieron cobrar vida, retorciéndose como sierpes sobre la tela. Eran caracteres que semejaban una amalgama de escritura copta y siríaca, pero ninguna de las lenguas que había aprendido durante mi formación me permitía descifrarlos.

En el epicentro del tejido, bordado con hilos que refulgían con una tonalidad cobriza bajo la luz trémula, se apreciaba una figura antropomórfica bicéfala. Un ser con dos rostros contrapuestos, uno mirando hacia el pasado y otro hacia el porvenir, como el antiguo Jano. Pero había algo perturbador en su representación: las facciones no eran humanas, sino una aberrante hibridación entre hombre y bestia.

Mis dedos rozaron involuntariamente los contornos del bordado y una sensación de vértigo me inundó. El mundo a mi alrededor comenzó a desdibujarse, como si los sólidos muros de piedra se disolvieran en una bruma fantasmagórica. Y entonces lo percibí: un olor acre a madera quemada, gritos de agonía y el tintineo metálico de armaduras acercándose.

La visión se manifestó con una nitidez abrumadora. Vi a mis hermanos templarios arrastrados por las calles de París, encadenados como bestias. Contemplé las piras donde sus cuerpos se retorcían entre las llamas mientras una multitud enfervorecida los maldecía. Observé el rostro contrahecho de Jacques de Molay pronunciando una maldición contra el rey Felipe y el papa Clemente antes de que las llamas consumieran su carne mortal. Y en el centro de aquel holocausto, como un espectro impertérrito, la figura bicéfala del lienzo sonreía con sus fauces inhumanas.

Un golpe seco sobre mi cabeza me devolvió bruscamente a la realidad. La sangre manaba profusamente de una herida en mi sien y, a través de la neblina rojiza que empañaba mi visión, distinguí la silueta de fray Adhemar, el bibliotecario de la Orden.

—Insensato —masculló con un rictus donde se entremezclaban el desprecio y el pavor—. Has despertado al Vigilante. Ahora ya no hay salvación para ninguno de nosotros.

Antes de que pudiera articular respuesta alguna, el estrépito de trompetas y cascos de caballos quebró la quietud de la noche. Las campanas de la encomienda repicaron con desesperación. La hora aciaga había llegado.

—Los esbirros del rey están aquí —susurró Adhemar con voz trémula—. Tal como estaba escrito en los códices caldeos. El ciclo se repite.

Con movimientos precisos, el anciano monje extrajo el lienzo del relicario y lo introdujo en un tubo de cuero que me entregó junto con un pergamino sellado.

—Debes huir, Gérard. Utiliza el pasadizo que conduce a las catacumbas. Lleva esto hasta el Monte Canigó, en la cordillera pirenaica. Allí, un círculo de piedras marca la entrada a una gruta. Deposita el lienzo en el altar de piedra negra y pronuncia las palabras que encontrarás en este pergamino. Sólo así podrás sellar nuevamente al ente que has liberado.

La confusión y el terror pugnaban en mi espíritu mientras Adhemar me empujaba hacia una losa que, tras ser desplazada, revelaba un angosto pasadizo descendente. El fragor de la lucha comenzaba a escucharse en los niveles superiores. Los soldados reales ya habían penetrado en nuestra fortaleza.

—¿Qué es esta abominación que portaré conmigo? —pregunté con un hilo de voz.

El anciano esbozó una sonrisa amarga antes de responder:

—Lo que los incautos llaman reliquia es en realidad un objeto mucho más antiguo que cualquier religión conocida. Los templarios no somos simples monjes guerreros, Gérard. Somos los guardianes de saberes primigenios que podrían destruir los cimientos mismos de la cristiandad. Ese lienzo contiene la esencia de Chronos, el devorador de edades, aprisionado mediante artes arcanas por los antiguos sacerdotes de Babilonia. Ahora, vete. Y que Dios tenga piedad de tu alma, pues el ser que has despertado no conoce tal virtud.

La estrechez del pasadizo subterráneo comprimía mi pecho, dificultando mi respiración ya de por sí entrecortada por el pánico. El tubo de cuero pendía de mi cinto mientras mis manos temblorosas palpaban las húmedas paredes en la oscuridad casi absoluta. Solo el débil resplandor de mi lámpara de aceite me permitía avanzar por aquel descenso a las entrañas de París. El eco distante de los gritos de mis hermanos templarios se mezclaba con el goteo constante del agua que se filtraba entre las piedras.

Tras lo que pareció una eternidad, el pasadizo desembocó en las antiguas catacumbas romanas. Un laberinto de osamentas y sepulcros olvidados donde el tiempo parecía haberse detenido. Pero no estaba solo en aquel páramo de muerte. Una presencia intangible me acechaba; podía sentir su mirada invisible sobre mi nuca, como un aliento gélido que erizaba mi piel.

Aceleré el paso, tropezando ocasionalmente con fragmentos de huesos humanos. El instinto de supervivencia me guiaba por aquel dédalo subterráneo hasta que, por fin, divisé una tenue claridad al final de un corredor. La salida me condujo a las afueras de París, cerca de un cementerio abandonado donde los ahorcados y los réprobos encontraban su última morada.

Bajo el manto estrellado de aquella noche de octubre, emprendí mi fuga hacia el sur. Robé un caballo de una granja solitaria y cabalgué sin descanso durante tres jornadas, evitando las rutas principales y los núcleos de población. Cada vez que el cansancio amenazaba con vencerme, una voz cadavérica susurraba en mi oído: "Cabalga, templario. Cabalga o perecerás". No era mi conciencia quien me instaba a proseguir, sino la entidad que ahora viajaba conmigo, adherida a mi alma como una sanguijuela sobrenatural.

Al amanecer del cuarto día, cuando cruzaba un bosque en las cercanías de Lyon, la curiosidad morbosa volvió a dominarme. Desmontando junto a un arroyo cristalino, extraje el lienzo de su estuche. Los símbolos continuaban retorciéndose como si estuvieran dotados de vida propia, pero ahora podía entender fragmentos de aquella escritura alienígena. Era como si el ente estuviera instruyéndome paulatinamente en su lenguaje arcano.

"Yo soy el que devora el tiempo y engendra el caos", decía uno de los pasajes. "Fui aprisionado por los adoradores de la luz, pero renaceré cuando las estrellas vuelvan a su alineación primigenia. El Baphomet es mi heraldo, y los caballeros del templo mis carceleros temporales".

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. ¿Era posible que la Orden del Temple, fundada para proteger a los peregrinos cristianos, ocultara un propósito más oscuro y antiguo? Las acusaciones de herejía y adoración a ídolos paganos que el rey Felipe había lanzado contra nosotros adquirían ahora un cariz siniestro. Quizás no eran meras calumnias para apropiarse de nuestras riquezas.

Continué mi viaje hacia el Pirineo, atravesando aldeas donde los rumores sobre la caída de los templarios ya se habían extendido como la peste. En una taberna cercana a Perpignan, escuché a un mercader narrar cómo Jacques de Molay y otros altos dignatarios habían sido torturados hasta confesar crímenes abominables: adoración al demonio, escupir sobre la cruz, besos obscenos y rituales nefandos.

—Dicen que en sus ceremonias secretas veneraban una cabeza con dos rostros —comentó un anciano de mirada turbia—. Una cabeza que podía hablar y predecir el futuro.

El sudor frío empapó mi frente. La descripción coincidía exactamente con la figura bordada en el lienzo que transportaba. Abandoné precipitadamente la taberna y reemprendí mi camino hacia el Monte Canigó, cuya silueta imponente comenzaba a recortarse contra el horizonte crepuscular.

La ascensión por las laderas escarpadas puso a prueba mi resistencia física y mental. A medida que ganaba altitud, el aire se tornaba más enrarecido y mi mente más susceptible a las alucinaciones. Creía ver rostros deformados entre las rocas y escuchar cánticos inhumanos transportados por el viento.

Finalmente, cuando la luna llena alcanzaba su cénit, llegué al círculo megalítico que Adhemar había mencionado. Doce menhires dispuestos en círculo perfecto, cada uno grabado con símbolos similares a los del lienzo. En el centro, una losa de piedra negra como la boca de un abismo resplandecía tenuemente bajo la luz lunar.

Extraje el pergamino sellado y rompí el lacre que ostentaba el sello templario. Las instrucciones eran precisas: debía colocar el lienzo sobre la piedra negra durante el plenilunio y recitar una letanía en un idioma que parecía anterior al sánscrito o al arameo.

Con manos temblorosas, extendí la tela sobre el altar. Los bordados centellearon con luz propia, y la figura bicéfala pareció cobrar relieve, proyectándose como una sombra tridimensional sobre la roca. Comencé a pronunciar las palabras del ritual, sílabas que desgarraban mi garganta como fragmentos de vidrio.

A medida que avanzaba en la salmodia, el viento se intensificó, aullando entre los menhires como almas en tormento. La tierra bajo mis pies comenzó a estremecerse y fisuras incandescentes aparecieron en la superficie del altar. No obstante, algo me impedía detenerme. Era como si otra voluntad se hubiera apoderado de mi ser, obligándome a continuar con aquella liturgia blasfema.

Cuando pronuncié la última palabra, un silencio sepulcral se adueñó del lugar. Incluso el viento cesó su lamento. Durante unos instantes, nada ocurrió. Luego, la piedra negra comenzó a licuarse, transformándose en un pozo de oscuridad absoluta que engulló lentamente el lienzo.

Un bramido atronador surgió de las profundidades y una columna de vapor pútrido emergió del abismo, condensándose en una figura colosal que se erguía ante mí. No era humana ni animal, sino una aberración que trascendía cualquier categoría conocida. Su cuerpo etéreo fluctuaba entre formas y dimensiones imposibles, pero sus dos rostros permanecían constantes: uno anciano y decréptito mirando hacia el oeste, otro infantil y malévolo orientado hacia el este.


—Te agradezco tu servicio, caballero templario —habló la entidad con una voz que parecía resonar directamente en mi cerebro—. Tu Orden me ha mantenido cautivo durante siglos, pero ahora soy libre para cumplir mi designio. El ciclo se reinicia.

Caí de rodillas, sobrecogido por un terror primigenio. Comprendí entonces la verdadera misión de los templarios: no éramos defensores de la fe cristiana, sino guardianes de un secreto ancestral que ahora, por mi negligencia, había sido liberado.

—¿Qué... qué eres? —balbuceé con un hilo de voz.

La abominación extendió lo que parecían ser extremidades etéreas hacia las estrellas.

—Soy el Cronarca, el soberano del tiempo y el caos. Estuve presente cuando el primer átomo se formó y contemplé la muerte del último sol. Los humanos me han dado muchos nombres: Jano, Aión, Zurván... pero ninguno alcanza a comprender mi verdadera naturaleza.

Sus ojos, pozos de negrura cósmica, se clavaron en los míos.

—Tu especie siempre ha temido al tiempo, intentando mesurarlo, contenerlo, comprenderlo. Los templarios descubrieron la verdad en las ruinas subterráneas de Jerusalén: que el tiempo no es lineal sino cíclico, y que cada ciclo concluye con la destrucción y el renacimiento de todas las cosas.

Un ruido similar al crujido de mil huesos quebrándose anunció la aparición de una grieta en el firmamento nocturno. A través de ella pude vislumbrar un paisaje imposible: ciudades de geometrías aberrantes, mares de fuego líquido y criaturas que desafiaban cualquier concepción de la anatomía.

—Contempla el futuro de tu mundo, templario. Contempla el caos que se avecina.

La visión me resultaba insoportable. Mi mente se fragmentaba ante la imposibilidad de procesar aquellas imágenes. Con un último resquicio de voluntad, recordé las palabras finales del pergamino: "Si el ritual fracasa, solo el sacrificio voluntario de sangre inocente puede restaurar el sello".

Desenvainé mi daga templaria y, sin vacilar, la hundí en mi propio pecho. Mi sangre brotó copiosamente, empapando la piedra negra que comenzó a solidificarse nuevamente. La entidad aulló con furia cósmica mientras era succionada de vuelta hacia el abismo.

—¡Insensato! Solo has aplazado lo inevitable. Volveré cuando el ciclo se complete nuevamente. Cuando los guardianes fallen, como siempre fallan.

Mis fuerzas me abandonaban mientras la grieta en el cielo se cerraba. Antes de que la oscuridad me engullera por completo, tuve una última visión: vi a los templarios de futuras generaciones, ocultos entre las sombras de la historia, manteniendo su vigilia eterna. Vi el lienzo reapareciendo en diferentes épocas, siempre custodiado por aquellos que conocían su verdadero significado.

Y vi mi propia alma, condenada a renacer una y otra vez, atrapada en un ciclo interminable de servicio al sello que había restaurado con mi sacrificio.

Mientras exhalaba mi último aliento bajo aquel cielo estrellado, comprendí la verdad última: no somos los amos del tiempo, sino sus prisioneros. Y algunos secretos, como el que yace sepultado bajo el Monte Canigó, deberían permanecer enterrados para siempre.


Nota histórica

La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, conocida posteriormente como la Orden del Temple, fue fundada en 1118 con el propósito oficial de proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa. Durante casi dos siglos, los templarios acumularon un inmenso poder económico, político y militar, convirtiéndose en una de las instituciones más influyentes de la Europa medieval. Establecieron el primer sistema bancario internacional, financiaron reinos enteros y participaron activamente en las Cruzadas.

Sin embargo, su abrupto final se precipitó el viernes 13 de octubre de 1307, cuando el rey Felipe IV de Francia, apodado "el Hermoso", ordenó el arresto simultáneo de todos los templarios del reino francés. Las acusaciones en su contra incluían herejía, idolatría, prácticas sodomitas y adoración a una misteriosa entidad denominada Baphomet, representada según algunos testimonios como una cabeza con dos rostros.

Tras años de procesos judiciales, torturas y confesiones forzadas, el papa Clemente V, presionado por Felipe IV, disolvió oficialmente la Orden en 1312. Jacques de Molay, último Gran Maestre templario, fue quemado en la hoguera el 18 de marzo de 1314 en una pequeña isla del Sena, frente a la catedral de Notre Dame. Según la leyenda, antes de morir, Molay maldijo al rey y al papa, profetizando su muerte dentro del año, predicción que sorprendentemente se cumplió.

El Monte Canigó, mencionado en el relato, es efectivamente una montaña emblemática del Pirineo Oriental con una rica tradición de leyendas y folclore. Los círculos megalíticos existen en diversas zonas del Pirineo, vestigios de civilizaciones prerromanas que habitaron la región. Tras la disolución de la Orden, numerosas teorías han surgido sobre el destino de sus conocimientos, reliquias y tesoros, alimentando durante siglos la imaginación popular y generando innumerables especulaciones sobre sociedades secretas que habrían perpetuado el legado templario hasta nuestros días.

EL CANTO DEL BARRANCO

El aire de la altiplanicie guatemalteca, aun en la canícula, portaba un hálito gélido que parecía emanar no de las cumbres cerúleas que festoneaban el horizonte, sino de las entrañas mismas de aquella tierra ancestral, preñada de secretos y susurros telúricos. Fue en ese escenario, de una belleza tan sobrecogedora como inquietante, donde mis pasos de filólogo errante me condujeron, persiguiendo las huidizas raíces de dialectos moribundos y las leyendas que, como pátinas sobre plata vieja, revestían la historia oral de aquellas comunidades suspendidas en un tiempo anacrónico. Buscaba yo, Alonso de Valdivieso, desentrañar los vestigios lingüísticos del pretérito, pero hallé, en cambio, las sombras persistentes de un pavor que ni la fe impuesta ni el progreso aparente habían logrado disipar por completo: el miedo atávico a la Llorona del río, a la Cegua de los caminos y, sobre todas, a la ubicua y temida Siguanaba, la mujer del barranco.

Mi alojamiento temporal era una vetusta hacienda cafetalera, la Finca "Las Ánimas Perdidas", nombre que en mi inicial escepticismo erudito consideré mera hipérbole folclórica. Sus muros, de un blanco desconchado que revelaba adobes centenarios, respiraban historias de opulencia colonial y, sospechaba yo, de no pocas iniquidades silenciadas. Rodeada por cafetales que ascendían por las laderas como un manto de un verde profundo y lustroso, la propiedad lindaba con un profundo barranco, una cicatriz geológica por cuyo fondo serpeaba un río de aguas turbulentas, especialmente tras las lluvias vespertinas. Era allí, según me confió con voz apenas audible Eladia, la anciana indígena que fungía como ama de llaves y guardiana de los secretos no escritos de la finca, donde la "mala mujer" solía hacer su aparición. "No se acerque usté al barranco de noche, dotorcito," me advirtió, sus ojos negros y profundos como pozos insondables fijos en los míos, "y menos si oye cantar bonito o ve a alguna lavando ropa a deshoras. Es Ella, que busca hombres para perderlos". Desestimé sus palabras como consejas de vieja, producto de una cosmovisión sincrética donde lo numinoso aún permeaba cada resquicio de la realidad. ¡Craso error el de mi soberbia ilustrada!

Mis días transcurrían entre polvorientos legajos parroquiales y conversaciones con los lugareños más ancianos, cuyas memorias eran archivos vivientes de un castellano arcaico salpicado de vocablos indígenas de sonoridad evocadora. Encontré referencias oblicuas en crónicas del siglo XVIII a "apariciones malignas junto a cursos de agua" que provocaban la "perdición del ánima" y la "locura incurable" en aquellos que las avistaban. Un fraile dominico, en una misiva dirigida a su superior, describía con espanto mal disimulado el caso de un encomendero español hallado vagando sin rumbo, balbuceando incoherencias sobre una "mujer de hermosura diabólica y rostro de yegua" que lo había atraído hacia el precipicio. Estas menciones, aunque fragmentarias, comenzaron a tejer una urdimbre inquietante en mi mente, una disonancia cognitiva entre mi formación racionalista y la persistencia de aquel pavor ancestral que parecía supurar de la propia tierra.

Una noche, mientras el aguacero tropical tamborileaba con furia sobre las tejas de la casona, un sonido insólito se filtró a través del estruendo pluvial. Era un canto. Una melodía femenina, de una dulzura prístina y desgarradora a la vez, que parecía flotar desde la dirección del barranco. Desafiaba la lógica: ¿Quién podría estar allí, a la intemperie, en medio de semejante tormenta? La curiosidad, esa peligrosa consejera del intelecto, me impelió a acercarme a uno de los ventanales que daban a la parte trasera de la propiedad. La lluvia había amainado ligeramente, y una luna gibosa pugnaba por rasgar el velo de nubes plomizas. Allá abajo, en la penumbra movediza, no logré discernir figura alguna, pero el canto persistía, ahora más nítido, un lamento melódico que ejercía una extraña y perturbadora fascinación, un reclamo que resonaba en alguna cuerda recóndita y olvidada de mi ser. Me retiré, atribuyendo la experiencia a una acústica caprichosa o a una alucinación auditiva inducida por el cansancio y la sugestión.

Las noches subsiguientes trajeron consigo una atmósfera cada vez más opresiva. El silencio nocturno ya no era tal, sino un lienzo sobre el que se proyectaban susurros esquivos, el chapoteo anómalo del agua en el río, incluso cuando no llovía, y una sensación creciente de ser observado por una presencia invisible y malévola. Mi escepticismo inicial se resquebrajaba, erosionado por una inquietud que se adhería a mi piel como la humedad pegajosa del trópico. Una tarde, al filo del crepúsculo, mientras paseaba por los límites del cafetal, mis ojos captaron un movimiento junto al sendero que descendía hacia el barranco. Una mujer, de espaldas a mí, lavaba unas prendas blancas en una poza formada por el río. Su figura era esbelta, envuelta en lo que parecía un sencillo vestido albo, y su larga cabellera negra, de un brillo inverosímil bajo la luz mortecina, caía en cascada hasta casi ocultarla por completo. Sentí un impulso irrefrenable de acercarme, una atracción que trascendía la mera curiosidad y se adentraba en terrenos más oscuros y primarios. Sin embargo, un escalofrío atávico recorrió mi espina dorsal, un eco de las advertencias de Eladia. Detuve mis pasos. En ese instante, la figura pareció sentir mi presencia. Dejó de lavar, permaneció inmóvil un segundo eterno, y luego, con una agilidad sorprendente, se deslizó entre las sombras de la vegetación ribereña y desapareció. El aire quedó impregnado de un leve aroma a flores silvestres y, extrañamente, a tierra húmeda y a algo más... algo vagamente pútrido.

A partir de ese encuentro, mi investigación filológica quedó relegada a un segundo plano, eclipsada por una obsesión insidiosa: la Siguanaba. Devoré cualquier texto, cualquier testimonio oral que pudiera arrojar luz sobre aquella entidad esquiva. Descubrí que la leyenda variaba: a veces era una madre infiel castigada, otras una deidad prehispánica degradada por el sincretismo. Pero el núcleo permanecía inmutable: la seducción a través de una belleza ilusoria vista desde atrás, la revelación horrenda al volverse –un cráneo equino, un rostro descarnado o putrefacto– y el destino fatal o demencial del seducido. Me percaté, con creciente pavor, de que los relatos más detallados y truculentos provenían, precisamente, de las inmediaciones de la Finca "Las Ánimas Perdidas". ¿Era aquel lugar un nexo particular para sus apariciones? ¿O era yo, por alguna razón inescrutable, el objetivo de su atención? El sueño se convirtió en un lujo esquivo, y las noches se poblaron de pesadillas donde formas femeninas evanescentes me llamaban desde abismos líquidos, sus rostros siempre ocultos tras velos de cabello o sombras. Mi pulcritud académica se disolvía en una angustia existencial que teñía de ocre la exuberancia del paisaje.

Una noche de luna llena, la última de mi estancia programada, el canto volvió. Más claro, más cercano, más irresistible que nunca. Emanaba inequívocamente del barranco. Esta vez, la prudencia fue barrida por una mezcla tóxica de fascinación morbosa y un deseo casi suicida de confrontar lo desconocido, de arrancar el velo a la quimera que atormentaba mis vigilias y mis sueños. Empuñando una linterna cuya luz me parecía irrisoria frente a la magnitud de las tinieblas que intuía, descendí por el sendero resbaladizo. El aire era espeso, cargado de los efluvios de la tierra mojada y de ese perfume floral anómalo y dulzón que ya reconocía. El sonido del río era un rugido sordo, y la luna, casi cenital, bañaba la escena con una luz espectral que deformaba las sombras y creaba ilusiones ópticas. Y allí estaba ella. De espaldas, arrodillada junto a la orilla, peinando su larguísima cabellera con lo que parecía ser un peine de oro que refulgía con destellos antinaturales. Su figura, recortada contra el fondo oscuro del agua y la roca, poseía una gracia etérea, una perfección casi dolorosa. El canto había cesado, reemplazado por un silencio expectante, preñado de una tensión insoportable.

"¿Quién eres?", logré articular, mi voz un tembloroso hilo en la inmensidad nocturna. La figura detuvo el movimiento del peine. Lentamente, muy lentamente, comenzó a girar sobre sí misma. Mi corazón martilleaba contra mis costillas con una violencia que amenazaba con quebrarlas. La anticipación era una agonía. Vi su hombro, la curva de su espalda bajo el vestido que ahora parecía hecho de la propia niebla lunar, el inicio de su cuello... y entonces, el rostro quedó al descubierto bajo la luz implacable de la luna. El grito que pugnó por salir de mi garganta murió ahogado en un espasmo de puro terror. No era un rostro humano. No era siquiera el cráneo de caballo que las leyendas describían. Era algo infinitamente peor, una abominación que desafiaba cualquier taxonomía terrenal: una amalgama ósea y cartilaginosa que vagamente remedaba la estructura facial de un equino, pero con cuencas vacías que ardían con una fosforescencia verdosa y maligna, una mandíbula descarnada de la que colgaban jirones de algo oscuro y húmedo, y una mueca fija, espantosa, que prometía la locura y la aniquilación. Era la quintaesencia de la corrupción, la antítesis de la belleza que había prometido su silueta.

El pánico, frío y absoluto, se apoderó de mí. Di media vuelta y corrí. Corrí como jamás lo había hecho, tropezando en la oscuridad, arañado por ramas invisibles, impulsado por una necesidad primal de escapar de aquella visión blasfema. Detrás de mí, no oí pasos, sino un sonido incalificable, un relincho gutural mezclado con una especie de sollozo femenino distorsionado, un eco de ultratumba que parecía perseguirme no a través del aire, sino dentro de mi propio cráneo. El sendero ascendente se me antojó interminable, una pesadilla vertical. Cada sombra parecía albergar la amenaza de su retorno, cada susurro del viento era su aliento gélido en mi nuca. No sé cómo logré alcanzar la casona, cómo franqueé la puerta y la atrinchere como pude, mi cuerpo temblando de forma incontrolable, mi mente al borde del colapso.

Abandoné la Finca "Las Ánimas Perdidas" al clarear el alba, sin despedirme, dejando atrás mis notas, mis libros, parte de mi equipaje y, sospecho, una porción considerable de mi cordura. Nunca concluí mi investigación sobre los dialectos de la región. Las palabras, mi antiguo refugio, se habían vuelto impotentes ante el horror indecible que había atisbado en el fondo del barranco. A veces, en noches de insomnio, creo escuchar aún aquel canto imposible flotando en la distancia, o veo de soslayo el brillo de un cabello demasiado negro, demasiado largo, junto a cualquier corriente de agua. La Siguanaba no es solo una leyenda para asustar a niños o a maridos trasnochadores. Es una herida supurante en el tejido de la realidad, una manifestación de lo aberrante que acecha tras el velo de lo cotidiano, esperando el momento propicio para atraer, revelar su pavorosa verdad y arrastrarte a su abismo de demencia. Y yo, Alonso de Valdivieso, soy ahora un testigo involuntario y perpetuo de su ominosa existencia, un filólogo que ha perdido la fe en las palabras para describir el verdadero rostro del espanto.

Nota histórica

La Siguanaba (también conocida como Sihuanaba, Ciguanaba, Cigua, entre otras variantes) es una figura espectral prominente en el folclore de varios países de América Latina, con especial arraigo en Guatemala y El Salvador, aunque leyendas similares existen en México, Honduras, Costa Rica y Nicaragua. Su etimología es incierta, aunque a menudo se relaciona con lenguas indígenas; una hipótesis sugiere que proviene del náhuatl cihuatl (mujer) y nahualli (espíritu, hechicero, algo oculto o disfrazado).

La leyenda, con múltiples variantes locales, describe típicamente a una mujer de extraordinaria belleza, vista usualmente de espaldas o a distancia, con una larga y hermosa cabellera, que se aparece a los hombres (especialmente a los infieles, trasnochadores o solitarios) cerca de fuentes de agua como ríos, arroyos, lagos, tanques de agua públicos (pilas) o barrancos. Utiliza su atractivo y, a veces, un canto hipnótico o la tarea mundana de lavar ropa, para atraerlos. Cuando el hombre se acerca lo suficiente, ella se vuelve revelando un rostro horripilante, comúnmente descrito como la calavera de un caballo o una cara descarnada y monstruosa. El impacto de esta visión puede provocar la locura, la muerte por espanto, o que el hombre se pierda y caiga por un precipicio.

Se considera una leyenda de carácter moralizante, advirtiendo sobre los peligros de la infidelidad, la lujuria o el vagar nocturno. Sus orígenes podrían remontarse a figuras femeninas de las mitologías prehispánicas, posteriormente sincretizadas y adaptadas durante la época colonial. Aunque es folclore, la persistencia y el arraigo cultural de la Siguanaba son hechos contrastables, formando parte del imaginario colectivo y siendo objeto de estudio antropológico y cultural en la región. El relato anterior utiliza esta base legendaria como trasfondo para una historia de horror psicológico y sobrenatural, situándola en un contexto específico (una hacienda guatemalteca junto a un barranco) y explorando el impacto del encuentro en un protagonista escéptico.