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La voz del Gran Maestre se extinguió en los ecos sepulcrales de aquella cámara subterránea, mientras el círculo de caballeros permanecía genuflexo ante la reliquia. Yo, Gérard de Montfort, último de los neófitos, observaba cómo las llamas de los cirios proyectaban sombras danzantes sobre los rostros hieráticos de mis hermanos templarios. Aquella noche de 1307, en la profundidad oculta de nuestra encomienda parisina, se palpaba un hálito de inefable desasosiego; como si la vasta maquinaria del destino hubiese comenzado a girar sus engranajes en contra nuestra. La reliquia —un lienzo de procedencia bizantina labrado con arabescos indescifrables— parecía absorber la tenue luminosidad, devorando la luz tal como el abismo que se cernía sobre nuestra Orden. Ninguno de nosotros podía sospechar que las primeras luces del alba traerían consigo el estruendo de los martillos reales sobre nuestras puertas y el inicio de una persecución que, como un sudario impregnado de sangre, nos cubriría a todos por igual.
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Había ingresado en la Orden del Temple apenas tres primaveras atrás, cuando los rumores acerca de nuestras prácticas heréticas eran todavía tenues susurros en las alcobas de la corte francesa. Mi padre, un modesto caballero de la Borgoña, había perecido en las cruzadas sin otro legado que su espada mellada y un puñado de deudas. La milicia cristiana se presentaba como mi único refugio ante la indigencia. Y fue así como, tras los rigurosos ritos iniciáticos, me convertí en uno más de aquellos monjes guerreros que, parapetados tras su manto de inmaculada blancura, ocultaban secretos que la cristiandad jamás debería conocer.
La liturgia nocturna concluyó con palabras pronunciadas en una lengua arcana que sólo los más veteranos comprendían. Jacques de Molay, nuestro venerable Gran Maestre, guardó la reliquia en un relicario de plata labrada y me entregó una llave de hierro forjado. Su mirada, penetrante como la hoja de un puñal damasceno, se clavó en mis ojos.
—Esta noche dormirás custodiando el tesoro, hermano Gérard. Las estrellas nos son adversas y presagio que nuestros enemigos se aproximan. Si el destino nos es aciago, deberás llevar este objeto a la encomienda de Tarragona, donde nuestros hermanos hispanos te proporcionarán salvoconducto.
Asentí con la solemnidad que la ocasión requería, aunque un estremecimiento recorrió mi espina dorsal. Los augurios del Gran Maestre rara vez erraban, pues se decía que había aprendido las antiguas artes adivinatorias durante su larga estancia en Tierra Santa.
La cámara del tesoro era una estancia octogonal excavada bajo los cimientos de nuestra casa capitular. Sus muros de piedra rezumaban una humedad ancestral y el aire quedaba impregnado de un olor a incienso y a metal oxidado. Mi vigilia transcurría silenciosa mientras contemplaba el relicario sobre el pedestal. Una irreprimible curiosidad me impelía a examinar nuevamente aquella reliquia que, según susurraban los hermanos más ancianos, no procedía de los santos lugares cristianos sino de templos más antiguos que el propio tiempo.
Cedí a la tentación cuando el reloj de arena marcó la medianoche. La llave giró con un chirrido metálico y la tapa se abrió revelando el lienzo. Bajo la mortecina luz de mi lámpara de aceite, los símbolos bordados parecieron cobrar vida, retorciéndose como sierpes sobre la tela. Eran caracteres que semejaban una amalgama de escritura copta y siríaca, pero ninguna de las lenguas que había aprendido durante mi formación me permitía descifrarlos.
En el epicentro del tejido, bordado con hilos que refulgían con una tonalidad cobriza bajo la luz trémula, se apreciaba una figura antropomórfica bicéfala. Un ser con dos rostros contrapuestos, uno mirando hacia el pasado y otro hacia el porvenir, como el antiguo Jano. Pero había algo perturbador en su representación: las facciones no eran humanas, sino una aberrante hibridación entre hombre y bestia.
Mis dedos rozaron involuntariamente los contornos del bordado y una sensación de vértigo me inundó. El mundo a mi alrededor comenzó a desdibujarse, como si los sólidos muros de piedra se disolvieran en una bruma fantasmagórica. Y entonces lo percibí: un olor acre a madera quemada, gritos de agonía y el tintineo metálico de armaduras acercándose.
La visión se manifestó con una nitidez abrumadora. Vi a mis hermanos templarios arrastrados por las calles de París, encadenados como bestias. Contemplé las piras donde sus cuerpos se retorcían entre las llamas mientras una multitud enfervorecida los maldecía. Observé el rostro contrahecho de Jacques de Molay pronunciando una maldición contra el rey Felipe y el papa Clemente antes de que las llamas consumieran su carne mortal. Y en el centro de aquel holocausto, como un espectro impertérrito, la figura bicéfala del lienzo sonreía con sus fauces inhumanas.
Un golpe seco sobre mi cabeza me devolvió bruscamente a la realidad. La sangre manaba profusamente de una herida en mi sien y, a través de la neblina rojiza que empañaba mi visión, distinguí la silueta de fray Adhemar, el bibliotecario de la Orden.
—Insensato —masculló con un rictus donde se entremezclaban el desprecio y el pavor—. Has despertado al Vigilante. Ahora ya no hay salvación para ninguno de nosotros.
Antes de que pudiera articular respuesta alguna, el estrépito de trompetas y cascos de caballos quebró la quietud de la noche. Las campanas de la encomienda repicaron con desesperación. La hora aciaga había llegado.
—Los esbirros del rey están aquí —susurró Adhemar con voz trémula—. Tal como estaba escrito en los códices caldeos. El ciclo se repite.
Con movimientos precisos, el anciano monje extrajo el lienzo del relicario y lo introdujo en un tubo de cuero que me entregó junto con un pergamino sellado.
—Debes huir, Gérard. Utiliza el pasadizo que conduce a las catacumbas. Lleva esto hasta el Monte Canigó, en la cordillera pirenaica. Allí, un círculo de piedras marca la entrada a una gruta. Deposita el lienzo en el altar de piedra negra y pronuncia las palabras que encontrarás en este pergamino. Sólo así podrás sellar nuevamente al ente que has liberado.
La confusión y el terror pugnaban en mi espíritu mientras Adhemar me empujaba hacia una losa que, tras ser desplazada, revelaba un angosto pasadizo descendente. El fragor de la lucha comenzaba a escucharse en los niveles superiores. Los soldados reales ya habían penetrado en nuestra fortaleza.
—¿Qué es esta abominación que portaré conmigo? —pregunté con un hilo de voz.
El anciano esbozó una sonrisa amarga antes de responder:
—Lo que los incautos llaman reliquia es en realidad un objeto mucho más antiguo que cualquier religión conocida. Los templarios no somos simples monjes guerreros, Gérard. Somos los guardianes de saberes primigenios que podrían destruir los cimientos mismos de la cristiandad. Ese lienzo contiene la esencia de Chronos, el devorador de edades, aprisionado mediante artes arcanas por los antiguos sacerdotes de Babilonia. Ahora, vete. Y que Dios tenga piedad de tu alma, pues el ser que has despertado no conoce tal virtud.
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La estrechez del pasadizo subterráneo comprimía mi pecho, dificultando mi respiración ya de por sí entrecortada por el pánico. El tubo de cuero pendía de mi cinto mientras mis manos temblorosas palpaban las húmedas paredes en la oscuridad casi absoluta. Solo el débil resplandor de mi lámpara de aceite me permitía avanzar por aquel descenso a las entrañas de París. El eco distante de los gritos de mis hermanos templarios se mezclaba con el goteo constante del agua que se filtraba entre las piedras.
Tras lo que pareció una eternidad, el pasadizo desembocó en las antiguas catacumbas romanas. Un laberinto de osamentas y sepulcros olvidados donde el tiempo parecía haberse detenido. Pero no estaba solo en aquel páramo de muerte. Una presencia intangible me acechaba; podía sentir su mirada invisible sobre mi nuca, como un aliento gélido que erizaba mi piel.
Aceleré el paso, tropezando ocasionalmente con fragmentos de huesos humanos. El instinto de supervivencia me guiaba por aquel dédalo subterráneo hasta que, por fin, divisé una tenue claridad al final de un corredor. La salida me condujo a las afueras de París, cerca de un cementerio abandonado donde los ahorcados y los réprobos encontraban su última morada.
Bajo el manto estrellado de aquella noche de octubre, emprendí mi fuga hacia el sur. Robé un caballo de una granja solitaria y cabalgué sin descanso durante tres jornadas, evitando las rutas principales y los núcleos de población. Cada vez que el cansancio amenazaba con vencerme, una voz cadavérica susurraba en mi oído: "Cabalga, templario. Cabalga o perecerás". No era mi conciencia quien me instaba a proseguir, sino la entidad que ahora viajaba conmigo, adherida a mi alma como una sanguijuela sobrenatural.
Al amanecer del cuarto día, cuando cruzaba un bosque en las cercanías de Lyon, la curiosidad morbosa volvió a dominarme. Desmontando junto a un arroyo cristalino, extraje el lienzo de su estuche. Los símbolos continuaban retorciéndose como si estuvieran dotados de vida propia, pero ahora podía entender fragmentos de aquella escritura alienígena. Era como si el ente estuviera instruyéndome paulatinamente en su lenguaje arcano.
"Yo soy el que devora el tiempo y engendra el caos", decía uno de los pasajes. "Fui aprisionado por los adoradores de la luz, pero renaceré cuando las estrellas vuelvan a su alineación primigenia. El Baphomet es mi heraldo, y los caballeros del templo mis carceleros temporales".
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. ¿Era posible que la Orden del Temple, fundada para proteger a los peregrinos cristianos, ocultara un propósito más oscuro y antiguo? Las acusaciones de herejía y adoración a ídolos paganos que el rey Felipe había lanzado contra nosotros adquirían ahora un cariz siniestro. Quizás no eran meras calumnias para apropiarse de nuestras riquezas.
Continué mi viaje hacia el Pirineo, atravesando aldeas donde los rumores sobre la caída de los templarios ya se habían extendido como la peste. En una taberna cercana a Perpignan, escuché a un mercader narrar cómo Jacques de Molay y otros altos dignatarios habían sido torturados hasta confesar crímenes abominables: adoración al demonio, escupir sobre la cruz, besos obscenos y rituales nefandos.
—Dicen que en sus ceremonias secretas veneraban una cabeza con dos rostros —comentó un anciano de mirada turbia—. Una cabeza que podía hablar y predecir el futuro.
El sudor frío empapó mi frente. La descripción coincidía exactamente con la figura bordada en el lienzo que transportaba. Abandoné precipitadamente la taberna y reemprendí mi camino hacia el Monte Canigó, cuya silueta imponente comenzaba a recortarse contra el horizonte crepuscular.
La ascensión por las laderas escarpadas puso a prueba mi resistencia física y mental. A medida que ganaba altitud, el aire se tornaba más enrarecido y mi mente más susceptible a las alucinaciones. Creía ver rostros deformados entre las rocas y escuchar cánticos inhumanos transportados por el viento.
Finalmente, cuando la luna llena alcanzaba su cénit, llegué al círculo megalítico que Adhemar había mencionado. Doce menhires dispuestos en círculo perfecto, cada uno grabado con símbolos similares a los del lienzo. En el centro, una losa de piedra negra como la boca de un abismo resplandecía tenuemente bajo la luz lunar.
Extraje el pergamino sellado y rompí el lacre que ostentaba el sello templario. Las instrucciones eran precisas: debía colocar el lienzo sobre la piedra negra durante el plenilunio y recitar una letanía en un idioma que parecía anterior al sánscrito o al arameo.
Con manos temblorosas, extendí la tela sobre el altar. Los bordados centellearon con luz propia, y la figura bicéfala pareció cobrar relieve, proyectándose como una sombra tridimensional sobre la roca. Comencé a pronunciar las palabras del ritual, sílabas que desgarraban mi garganta como fragmentos de vidrio.
A medida que avanzaba en la salmodia, el viento se intensificó, aullando entre los menhires como almas en tormento. La tierra bajo mis pies comenzó a estremecerse y fisuras incandescentes aparecieron en la superficie del altar. No obstante, algo me impedía detenerme. Era como si otra voluntad se hubiera apoderado de mi ser, obligándome a continuar con aquella liturgia blasfema.
Cuando pronuncié la última palabra, un silencio sepulcral se adueñó del lugar. Incluso el viento cesó su lamento. Durante unos instantes, nada ocurrió. Luego, la piedra negra comenzó a licuarse, transformándose en un pozo de oscuridad absoluta que engulló lentamente el lienzo.
Un bramido atronador surgió de las profundidades y una columna de vapor pútrido emergió del abismo, condensándose en una figura colosal que se erguía ante mí. No era humana ni animal, sino una aberración que trascendía cualquier categoría conocida. Su cuerpo etéreo fluctuaba entre formas y dimensiones imposibles, pero sus dos rostros permanecían constantes: uno anciano y decréptito mirando hacia el oeste, otro infantil y malévolo orientado hacia el este.
—Te agradezco tu servicio, caballero templario —habló la entidad con una voz que parecía resonar directamente en mi cerebro—. Tu Orden me ha mantenido cautivo durante siglos, pero ahora soy libre para cumplir mi designio. El ciclo se reinicia.
Caí de rodillas, sobrecogido por un terror primigenio. Comprendí entonces la verdadera misión de los templarios: no éramos defensores de la fe cristiana, sino guardianes de un secreto ancestral que ahora, por mi negligencia, había sido liberado.
—¿Qué... qué eres? —balbuceé con un hilo de voz.
La abominación extendió lo que parecían ser extremidades etéreas hacia las estrellas.
—Soy el Cronarca, el soberano del tiempo y el caos. Estuve presente cuando el primer átomo se formó y contemplé la muerte del último sol. Los humanos me han dado muchos nombres: Jano, Aión, Zurván... pero ninguno alcanza a comprender mi verdadera naturaleza.
Sus ojos, pozos de negrura cósmica, se clavaron en los míos.
—Tu especie siempre ha temido al tiempo, intentando mesurarlo, contenerlo, comprenderlo. Los templarios descubrieron la verdad en las ruinas subterráneas de Jerusalén: que el tiempo no es lineal sino cíclico, y que cada ciclo concluye con la destrucción y el renacimiento de todas las cosas.
Un ruido similar al crujido de mil huesos quebrándose anunció la aparición de una grieta en el firmamento nocturno. A través de ella pude vislumbrar un paisaje imposible: ciudades de geometrías aberrantes, mares de fuego líquido y criaturas que desafiaban cualquier concepción de la anatomía.
—Contempla el futuro de tu mundo, templario. Contempla el caos que se avecina.
La visión me resultaba insoportable. Mi mente se fragmentaba ante la imposibilidad de procesar aquellas imágenes. Con un último resquicio de voluntad, recordé las palabras finales del pergamino: "Si el ritual fracasa, solo el sacrificio voluntario de sangre inocente puede restaurar el sello".
Desenvainé mi daga templaria y, sin vacilar, la hundí en mi propio pecho. Mi sangre brotó copiosamente, empapando la piedra negra que comenzó a solidificarse nuevamente. La entidad aulló con furia cósmica mientras era succionada de vuelta hacia el abismo.
—¡Insensato! Solo has aplazado lo inevitable. Volveré cuando el ciclo se complete nuevamente. Cuando los guardianes fallen, como siempre fallan.
Mis fuerzas me abandonaban mientras la grieta en el cielo se cerraba. Antes de que la oscuridad me engullera por completo, tuve una última visión: vi a los templarios de futuras generaciones, ocultos entre las sombras de la historia, manteniendo su vigilia eterna. Vi el lienzo reapareciendo en diferentes épocas, siempre custodiado por aquellos que conocían su verdadero significado.
Y vi mi propia alma, condenada a renacer una y otra vez, atrapada en un ciclo interminable de servicio al sello que había restaurado con mi sacrificio.
Mientras exhalaba mi último aliento bajo aquel cielo estrellado, comprendí la verdad última: no somos los amos del tiempo, sino sus prisioneros. Y algunos secretos, como el que yace sepultado bajo el Monte Canigó, deberían permanecer enterrados para siempre.
Nota histórica
La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, conocida posteriormente como la Orden del Temple, fue fundada en 1118 con el propósito oficial de proteger a los peregrinos que viajaban a Tierra Santa. Durante casi dos siglos, los templarios acumularon un inmenso poder económico, político y militar, convirtiéndose en una de las instituciones más influyentes de la Europa medieval. Establecieron el primer sistema bancario internacional, financiaron reinos enteros y participaron activamente en las Cruzadas.
Sin embargo, su abrupto final se precipitó el viernes 13 de octubre de 1307, cuando el rey Felipe IV de Francia, apodado "el Hermoso", ordenó el arresto simultáneo de todos los templarios del reino francés. Las acusaciones en su contra incluían herejía, idolatría, prácticas sodomitas y adoración a una misteriosa entidad denominada Baphomet, representada según algunos testimonios como una cabeza con dos rostros.
Tras años de procesos judiciales, torturas y confesiones forzadas, el papa Clemente V, presionado por Felipe IV, disolvió oficialmente la Orden en 1312. Jacques de Molay, último Gran Maestre templario, fue quemado en la hoguera el 18 de marzo de 1314 en una pequeña isla del Sena, frente a la catedral de Notre Dame. Según la leyenda, antes de morir, Molay maldijo al rey y al papa, profetizando su muerte dentro del año, predicción que sorprendentemente se cumplió.
El Monte Canigó, mencionado en el relato, es efectivamente una montaña emblemática del Pirineo Oriental con una rica tradición de leyendas y folclore. Los círculos megalíticos existen en diversas zonas del Pirineo, vestigios de civilizaciones prerromanas que habitaron la región. Tras la disolución de la Orden, numerosas teorías han surgido sobre el destino de sus conocimientos, reliquias y tesoros, alimentando durante siglos la imaginación popular y generando innumerables especulaciones sobre sociedades secretas que habrían perpetuado el legado templario hasta nuestros días.