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ENTRE EL FUEGO Y LA FE


Los rescoldos moribundos de la hoguera arrojaban sombras danzarinas sobre los rostros contorsionados de la plebe. El frío de la noche navarra se colaba por los intersticios de las vestiduras, pero el escalofrío que atenazaba las entrañas no provenía del cierzo, sino de una aprehensión atávica, un pavor ancestral que se había anclado en el alma colectiva de Zugarramurdi. Era el año de Nuestro Señor de mil seiscientos diez, y la Inquisición, con su manto de piedad y su espada de fuego, había extendido su sombra ominosa sobre los valles pirenaicos, buscando la herejía en cada susurro del viento, en cada flor marchita. Y la encontraron, o creyeron encontrarla, en el corazón de la mujer, en el aquelarre de sus reuniones nocturnas, en el veneno de sus sortilegios.

Mi nombre es Martín de Larralde, y mi estirpe ha habitado estas tierras desde que el tiempo es tiempo, mis ancestros labrando la piedra y el temor con idéntica constancia. Aquella noche, mi mirada, aún joven y crédula, se posaba sobre María de Echalar, la curandera del pueblo, cuyos ojos, antaño lucientes de sabiduría, ahora rebosaban de una desesperación abismal. Había sido siempre una mujer de bien, sus manos expertas aliviando fiebres y componiendo huesos rotos con un ungüento de hierbas y una oración al Padre. Pero ahora, las acusaciones zumbaban como avispas rabiosas: "¡Bruja! ¡Servidora del Maligno! ¡Adoradora de la Cabra Negra!". Y la voz de la muchedumbre, un coro gutural, clamaba por su condena.


El proceso había sido una farsa grotesca. Los inquisidores, con sus ropajes oscuros y sus mentes pétreas, habían llegado a Zugarramurdi como buitres sobre la carroña. Sus métodos, una perversión de la justicia divina, consistían en el tormento y la sugestión. Una palabra arrancada bajo el yugo del dolor, un grito de agonía interpretado como confesión, y la condena estaba sellada. Graciana de Barrenechea, la anciana lavandera cuya risa antaño resonaba por el arroyo, fue la primera en sucumbir. Su piel, marchita como pergamino antiguo, no pudo soportar el potro, y sus balbuceos, incoherentes y desgarrados, fueron transcritos como pactos con el diablo.


Recuerdo la noche en que el pánico se apoderó de mi propia casa. Catalina, mi hermana menor, una niña de no más de ocho inviernos, se despertó en mitad de la noche, presa de terrores nocturnos. Sus gritos, agudos y penetrantes, resonaron por las estancias, y sus pequeños miembros se retorcían en una danza epiléptica. Mi madre, con el rostro transfigurado por el espanto, intentó calmarla, pero sus ojos vidriosos miraban más allá, a una visión inasible para nosotros. "¡La Sombra! ¡La Sombra viene a por mí!", clamaba, su voz estrangulada por el miedo. Al día siguiente, la voz del pregonero resonó por las calles, anunciando que Catalina había sido denunciada. Una vecina envidiosa, quizás, o simplemente una mente perturbada por la histeria colectiva. Los inquisidores vinieron por ella, y mi madre, desesperada, la ocultó en la bodega, entre los pellejos de vino y el olor a tierra húmeda. Pero la niña, en su inocencia, se delató con un estornudo.

Lo que siguió fue un descenso a los abismos de la locura. La Inquisición no buscaba la verdad, sino la confirmación de sus propias paranoias. Las acusaciones se propagaban como la peste, saltando de boca en boca, contagiando el miedo y la desconfianza. Las confesiones forzadas dieron lugar a nombres y más nombres, en una cadena interminable de delaciones. Mujeres, hombres, incluso niños, fueron arrastrados ante el tribunal, sus vidas destrozadas por la sospecha y la ignorancia. Se les acusaba de volar por los aires montadas en escobas, de transformarse en animales, de celebrar misas negras y de copular con el mismísimo Satanás. Ridículas patrañas para mentes racionales, pero verdades inmutables para aquellos que veían el pecado en cada esquina y el diablo en cada sombra.


El clímax de aquella orgía de crueldad fue el auto de fe de Logroño. No fue en Zugarramurdi, no. Los inquisidores prefirieron un escenario más grandioso para su espectáculo macabro. Treinta y una almas de Zugarramurdi, y de otros pueblos vecinos, fueron exhibidas públicamente ante una multitud ávida de sangre y espectáculo. Diez de ellas fueron condenadas a la hoguera, sus cuerpos destinados a la purificación por el fuego, sus almas a la redención por el dolor. Entre ellas, la anciana Graciana y la sabia María. Sus rostros, ya consumidos por la desesperación, no mostraban sorpresa, solo una resignación pálida. El humo ascendió al cielo, llevando consigo los últimos suspiros de una injusticia indecible, el aroma a carne quemada, y el hedor de la intolerancia.


Volví a Zugarramurdi con el corazón encogido y el alma lacerada. El pueblo, antaño bullicioso y alegre, ahora era un sepulcro de murmullos y miradas furtivas. La desconfianza se había cernido sobre cada hogar, cada familia. Las madres vigilaban a sus hijas con un miedo silencioso, y los hombres se evitaban en las tabernas. La histeria había pasado, sí, pero las cicatrices quedaron, profundas e invisibles. La cueva de Zugarramurdi, lugar de antiguas leyendas y ritos ancestrales, se convirtió en un monumento a la barbarie. La gente evitaba su entrada, temiendo que el eco de los gritos de las brujas aún resonara entre sus paredes de piedra. Y así, con el tiempo, la historia se fue tejiendo con el mito, y la realidad, cruel y desoladora, se fue diluyendo en la leyenda. Pero el recuerdo de aquellas llamas, de aquellos ojos suplicantes, nunca me abandonó. Una sombra persistente, un recordatorio perenne de la fragilidad de la razón y la monstruosidad de la fe ciega.


Nota histórica: El caso de las brujas de Zugarramurdi fue un proceso de la Inquisición española, celebrado en 1610 en Logroño, que supuso uno de los episodios más célebres y trágicos de la persecución de la brujería en España. La histeria colectiva se desató en la localidad navarra de Zugarramurdi, en el corazón del País Vasco francés, tras las acusaciones de una joven llamada María de Ximildegui, quien afirmó haber participado en aquelarres. A partir de sus confesiones, se inició un proceso inquisitorial que llevó a la detención de un gran número de personas.


Los inquisidores, especialmente Alonso de Salazar y Frías, fueron reacios a creer las acusaciones de brujería sin pruebas tangibles, pero la presión popular y el fanatismo de otros miembros del tribunal llevaron a condenas. A pesar de que Salazar y Frías defendió que no había pruebas sólidas de brujería real, sino más bien de delirios y sugestión, y que las confesiones eran producto de la tortura y la manipulación, su voz fue minoritaria. El resultado del auto de fe de Logroño fue la condena a la hoguera de once personas, seis de las cuales fueron quemadas en efigie (al haber fallecido en prisión o haber huido), y otras cinco fueron quemadas vivas. Este evento marcó un punto de inflexión en la historia de la brujería en España, ya que la Inquisición, a partir de entonces, adoptó una postura mucho más cautelosa y escéptica en los casos de brujería, reconociendo la necesidad de pruebas más allá de las confesiones obtenidas bajo tortura.


EL ESPEJO DE LA SIRENA

Barcelona, primavera de 1972. El bullicio incesante de la calle Pelai acariciaba los escaparates como un oleaje de miradas ansiosas y pasos acelerados. Entre los comercios de moda moderna y las librerías de estanterías infinitas, subsistía una tienda anacrónica, una corsetería de otro siglo: "La Sirena". Su rótulo de letras doradas sobre madera barnizada sobrevivía a la modernidad con una dignidad que imponía respeto. Las maniquíes del escaparate, ataviadas con corsés de encaje color marfil, parecían sacerdotisas de un culto arcano al cuerpo femenino.

Clara Guitart, estudiante de magisterio y aspirante a poeta, se detuvo frente a aquel escaparate como quien se topa con un vestigio de otro tiempo. Llevaba prisa, pero algo en la quietud de aquella tienda la atrajo, como un susurro entre la multitud. Empujó la puerta.

Una campanilla tintineó como el lamento de un instrumento olvidado. Dentro, el aire estaba impregnado de lavanda, polvo y un leve aroma a cera. Las paredes, cubiertas de papel floreado, y los mostradores de caoba componían un decorado detenido en la década de los cincuenta. Una mujer de rostro pálido y sonrisa de vitrina se aproximó con una reverencia leve.

—Bienvenida a La Sirena. ¿En qué puedo ayudarla?

—Buscaba... algo especial. —Clara se sintió estúpida al verbalizarlo.

—Para ocasiones especiales, tenemos un salón de probadores más discreto al fondo. Venga conmigo.

La mujer la guió por un pasillo estrecho flanqueado por vitrinas de encajes y cintas de satén. Al llegar al fondo, corrió una cortina de terciopelo color berenjena. El probador era un cubículo con suelo de madera crujiente, un taburete tapizado y un espejo de cuerpo entero enmarcado en hierro forjado.

Clara se despojó de su abrigo y comenzó a probarse un corsé azul noche. Al alzar la vista, algo en el espejo le hizo contener el aliento. Su reflejo no la imitaba con exactitud: había un ligero retardo, una vacilación, como si aquella otra Clara viviera un instante por detrás de ella.

Se acercó al cristal y lo tocó. Estaba tibio. Entonces, el espejo giró sobre un eje invisible y se abrió como una puerta. Una mano enguantada emergió de la oscuridad y la sujetó con fuerza, arrastrándola al otro lado.

Despertó en una sala sin ventanas, con lámparas de luz mortecina colgando del techo como insectos muertos. Varias jóvenes, algunas inconscientes, yacían en camastros de hierro cubiertos con sábanas raídas. Todas llevaban lencería antigua, como salidas de un museo textil. Una voz masculina, acompasada y gutural, resonó desde una esquina oscura:

—Muy bien, ya tenemos una nueva.

Clara intentó gritar, pero un pañuelo empapado en un olor acre cubrió su rostro. Volvió a perder el conocimiento.

El tiempo se desdibujó. Podía haber sido una noche o una semana. Las jóvenes eran vigiladas por mujeres vestidas de enfermeras, que no hablaban, solo aplicaban inyecciones y ajustaban corsés. Una de las cautivas, una francesa llamada Yvette, le susurró:

—Nos preparan para algo... para alguien. Algunas desaparecen por la puerta del fondo y no regresan.

Clara observó aquella puerta, blindada y siempre custodiada por una figura encapuchada. Cada noche, el eco de pasos acompañados por quejidos y sollozos quebraba el silencio.

Una madrugada, aprovechando un apagón momentáneo, Clara y Yvette lograron neutralizar a una de las "enfermeras" y robarle las llaves. Recorrieron pasadizos de piedra, bajaron por escaleras que olían a humedad y salitre, y al fin emergieron en un muelle del puerto de Barcelona.

Tiritando bajo la lluvia, alertaron a una patrulla de la Guardia Urbana. La operación policial posterior halló el local completamente vacío. Ninguna traza de sótanos, ningún espejo giratorio. La Sirena cerró una semana después, oficialmente por motivos de salud de la propietaria.

Años más tarde, Clara pasó por la calle Pelai convertida en profesora de literatura. En el número 26 había ahora una franquicia de ropa juvenil. Entró, por pura curiosidad. Al fondo, un conjunto de probadores modernos la esperaba. En uno de ellos, notó algo extraño en el espejo: una joven, de lencería azul noche, se despedía de ella con una sonrisa trágica.

Clara salió sin decir palabra. Desde entonces, evitó pasar por esa calle. Y jamás, bajo ninguna circunstancia, volvió a mirarse en un espejo de cuerpo entero sin encender antes la luz.

Nota histórica: La leyenda urbana de la corsetería "La Sirena" en la calle Pelai de Barcelona surgió en los años 70. Se decía que en esta tienda desaparecían jóvenes que eran secuestradas a través de mecanismos ocultos en los probadores y luego vendidas en redes de trata de blancas. Aunque nunca se encontraron pruebas concluyentes, la historia se difundió ampliamente, alimentada por el miedo y la desconfianza hacia ciertos establecimientos. Hoy en día, se considera una de las leyendas urbanas más conocidas de la ciudad.

LA HORA FUNESTA DEL HIERRO Y EL LAMENTO

Hay enclaves sobre la faz de la tierra donde la tragedia ha impreso una mácula tan indeleble, tan profundamente ígnea en la esencia misma del lugar, que el tiempo, en su discurrir implacable, se muestra impotente para erosionar su memoria. Son hiatos en la urdimbre de la realidad, puntos de sutura imperfecta entre el hoy y un ayer que se resiste a yacer en el sepulcro del olvido. El puente Bostian, en el condado de Iredell, Carolina del Norte, es uno de tales sitios: un costillar de hierro y madera suspendido sobre un barranco que no solo ha sido testigo mudo del espasmo final de incontables vidas, sino que, según murmuran las voces trémulas de la comarca, se ha convertido en escenario perpetuo de su postrer lamento, una cicatriz que supura espectros bajo el palio de la noche.

El doctor Leandro Vidal, catedrático emérito en Antropología de lo Inexplicable –disciplina que él mismo había pugnado por legitimar en los claustros más refractarios al misterio–, arribó a Statesville con la última luz de un agosto que declinaba, portando consigo el escepticismo metódico del erudito y una secreta, casi vergonzante, apetencia por lo numinoso. Su fama le precedía: un hombre de verbo florido y pluma acerada, capaz de desentrañar con pareja solvencia los mitos más abstrusos y las supercherías más burdas. El caso del tren fantasma del puente Bostian había llegado a sus oídos no como un susurro folclórico más, sino como un enigma con aristas de insólita y perturbadora precisión: una fecha fatídica, el veintisiete de agosto, que parecía convocar al infortunio con la puntualidad de un augurio ineluctable.

La crónica del desastre original, acaecido en 1891, era ya de por sí un lienzo de desolación. Un convoy de la Richmond and Danville Railroad, con su resuello de vapor y su estrépito metálico rasgando la quietud estival, se había precipitado al vacío desde la estructura del puente, entonces mayormente de madera. Veintitrés almas truncadas en un instante de hierro retorcido, madera astillada y un coro de alaridos que, decían, aún vibraba en el aire en las noches propicias. Pero lo que había catapultado la leyenda a una dimensión más sobrecogedora era la repetición del drama, como un eco macabro, ciento diecinueve años después. En idéntica fecha, el veintisiete de agosto de 2010, un hombre, un desdichado transeúnte, había sido arrollado por una locomotora moderna en el mismo puente, como si una ignota deidad ferroviaria exigiese su tributo con puntualidad secular.

Don Leandro se instaló en una vetusta pensión de Statesville, cuyo crujir de maderas y aroma a tiempo detenido armonizaban singularmente con el propósito de su visita. Sus primeras jornadas transcurrieron entre los anaqueles polvorientos del archivo condal y conversaciones con los descendientes de aquellos que aún conservaban algún jirón de memoria oral sobre el suceso. Halló crónicas periodísticas de la época, teñidas del dramatismo ampuloso del siglo decimonónico, que detallaban con fruición el amasijo de cuerpos y la desesperación de los rescatadores. Descubrió daguerrotipos velados donde el puente se erguía como un monumento a la fragilidad humana, y en los ojos de los retratados, una sombra premonitoria.

Un anciano, de nombre Jeremías, cuya piel parecía un mapa de los surcos del tiempo, le confió, entre sorbos de un brebaje innominado, que el puente no era solo un puente. "Es un umbral, doctor," siseó con voz cascada, sus pupilas como esquirlas de vidrio antiguo. "Y hay noches en que la puerta se entreabre. El tren no solo pasa; revive su agonía. Y quienes lo escuchan… quienes lo ven… se llevan un pedazo de esa muerte consigo." Las palabras del anciano, preñadas de una convicción atávica, resonaron en Vidal con una extraña persistencia, horadando la coraza de su escepticismo.

Conforme se aproximaba el fatídico aniversario, una suerte de pálpito ominoso comenzó a cernerse sobre el ánimo del doctor Vidal. Las noches se tornaron más densas, el aire más quieto, como si la propia naturaleza contuviera el aliento ante la inminencia de un prodigio luctuoso. El día veintiséis de agosto lo dedicó a una minuciosa inspección del puente Bostian. La estructura actual, reforzada y modernizada, conservaba no obstante un aire de venerable antigüedad. El barranco, profundo y tapizado de una vegetación que parecía alimentarse de la penumbra, bostezaba bajo sus pies. El sol vespertino arrancaba destellos metálicos a los raíles que se perdían en la distancia, dos líneas paralelas hacia un horizonte preñado de incógnitas. No había nada tangiblemente anómalo, salvo una quietud opresiva y la sensación, casi física, de ser observado por presencias impalpables.

La noche del veintisiete de agosto descendió sobre Iredell County con una solemnidad fúnebre. Una luna gibosa y enfermiza se debatía entre jirones de nubes plomizas, tiñendo el paisaje de una luz espectral. Vidal, pertrechado con una grabadora de alta fidelidad, una cámara fotográfica con película de sensibilidad extrema y un termo de café cargado, se apostó en una ladera que ofrecía una vista privilegiada del puente, a una distancia prudencial pero suficiente para no perder detalle. El aire era gélido, impropio de la estación, y un silencio casi absoluto, una ausencia de sonido que tensaba los nervios, envolvía la escena. Solo el rumor lejano de algún insecto nocturno y el latir de su propio corazón rompían aquella quietud sepulcral.

Las horas reptaban con una lentitud exasperante. Pasada la medianoche, el frío se hizo más acerbo, calando hasta los huesos. Vidal consultó su reloj: las dos y veinticinco. La hora aproximada del siniestro de 1891. Contuvo la respiración. Y entonces, sutil como el hálito de un moribundo, percibió un cambio. Un levísimo temblor en el suelo, casi imperceptible. Luego, un olor. Un efluvio acre y penetrante a carbón quemado y vapor de agua, un aroma anacrónico que no debería flotar en el aire límpido de la madrugada del siglo veintiuno.

Sus sentidos se aguzaron hasta el paroxismo. El temblor se intensificó, acompañado ahora de un rumor distante, un jadeo metálico que crecía en intensidad, acercándose por el oeste, por donde antaño discurría la vía original. No era el silbato agudo y moderno de los trenes de carga que ocasionalmente transitaban la línea. No. Aquel era un ulular profundo, lastimero, como el bramido de una bestia prehistórica herida de muerte. Los raíles del puente Bostian, bañados por la luz macilenta de la luna, comenzaron a vibrar visiblemente, emitiendo un zumbido metálico que erizó el vello de la nuca de Leandro Vidal.

Y allí estaba. Emergiendo de la negrura de la noche, no como una aparición etérea, sino con una solidez aterradora, una locomotora decimonónica, con su gran farol frontal horadando la oscuridad como un ojo ciclópeo y columnas de humo denso y oscuro manando de su chimenea, avanzaba con inexorable lentitud hacia el puente. Tras ella, una hilera de vagones de pasajeros, con sus ventanillas mortecinamente iluminadas, dejando entrever siluetas inmóviles en su interior. El estrépito era ahora ensordecedor: el chirriar de las ruedas contra el metal, el resoplido titánico de la máquina, un pandemónium de sonidos de una era pretérita.

Vidal, paralizado entre el terror y una fascinación morbosa, apenas acertó a levantar su cámara. El tren alcanzó el inicio del puente. Fue entonces cuando el horror se desató en toda su magnitud. Un crujido espantoso, como el de huesos gigantescos partiéndose, hendió el aire. La locomotora pareció encabritarse, sus ruedas delanteras desprendiéndose de los raíles. Los vagones que la seguían se arrugaron como si fueran de papel, empujándose unos a otros en una danza macabra. Y luego, los gritos. Un coro de alaridos inhumanos, agudos, preñados de un pavor y una agonía que trascendían cualquier descripción, brotó de las entrañas del convoy mientras este se precipitaba, en una cascada de hierro y madera, hacia el abismo oscuro del barranco.

El estruendo del impacto fue una deflagración sonora que sacudió la tierra. Chispas anaranjadas y rojizas brotaron de la masa informe de metal, iluminando fugazmente la escena del desastre. Y los lamentos… los lamentos se hicieron más nítidos, más desgarradores: voces de hombres, mujeres y niños pidiendo auxilio, llorando, gimiendo en una polifonía de sufrimiento que amenazaba con quebrar la cordura del observador. Vidal sintió que sus piernas flaqueaban, una náusea helada ascendiendo por su garganta. No era una visión, era una vivencia. El olor a sangre y a carne quemada, sutil pero inconfundible, se mezcló con el del carbón.

Intentó accionar el obturador de su cámara, pero sus dedos, transidos de un frío sobrenatural, no le obedecían. Solo pudo observar, con los ojos desorbitados, cómo la escena comenzaba a desvanecerse. Los gritos se atenuaron, convirtiéndose en susurros plañideros. El amasijo de hierros y los cuerpos fantasmales perdieron consistencia, volviéndose translúcidos, hasta que solo el puente, silente y vacío bajo la luz de la luna, permaneció. El olor a carbón y a tragedia se disipó lentamente, dejando tras de sí solo el aroma húmedo de la vegetación nocturna.

El silencio que siguió fue más aterrador que el estrépito anterior. Un silencio preñado de ecos inaudibles. Vidal permaneció inmóvil durante un tiempo que le pareció una eternidad, su mente luchando por procesar la vorágine de lo imposible. Cuando finalmente pudo moverse, descubrió que la grabadora había registrado únicamente un siseo estático, y la cámara, al ser revelada días después, mostraría tan solo la negrura insondable de la noche o imágenes veladas e inconexas del puente vacío. No había prueba tangible, solo el testimonio grabado a fuego en su alma.

Antes del amanecer, mientras recogía sus pertenencias con manos aún temblorosas, un nuevo sonido le heló la sangre. Un único grito, agudo y desesperado, seguido del retumbar inconfundible de un tren moderno y el chirrido brutal de unos frenos. ¿Era una nueva réplica, el eco del infortunio de 2010? ¿O acaso su mente, torturada, comenzaba a tejer sus propias quimeras? No se atrevió a investigarlo. Abandonó las cercanías del puente Bostian como alma que lleva el diablo, sin mirar atrás.

El doctor Leandro Vidal nunca publicó un estudio formal sobre el tren fantasma del puente Bostian. Las pocas notas que redactó sobre aquella noche eran fragmentarias, febriles, más propias de un poseso que de un académico. Se recluyó, y quienes le conocieron afirmaban que una sombra permanente se había instalado en su mirada, el reflejo de un horror que había contemplado demasiado de cerca, un horror que le susurraba desde las vías muertas de la memoria. El puente, mientras tanto, sigue allí, aguardando pacientemente el próximo aniversario, el próximo cruce sobrenatural en la fatídica noche de agosto.


Nota histórica

El puente Bostian, cercano a Statesville en el condado de Iredell, Carolina del Norte, fue el escenario de una de las peores catástrofes ferroviarias del estado. El 27 de agosto de 1891, un tren de pasajeros de la compañía Richmond and Danville Railroad descarriló mientras cruzaba el puente, que en aquel entonces era una estructura de unos 18 metros de altura (60 pies) sobre el arroyo Third Creek. El accidente provocó la caída de la locomotora y varios vagones al barranco, resultando en la muerte de aproximadamente 23 personas y numerosos heridos. La leyenda del tren fantasma que revive el accidente en el aniversario del suceso ha persistido durante más de un siglo, alimentada por supuestos avistamientos y la audición de sonidos inexplicables, como el estrépito del choque y los lamentos de las víctimas. La leyenda cobró una nueva y trágica dimensión el 27 de agosto de 2010, exactamente 119 años después del desastre original, cuando un hombre que se encontraba sobre el puente o en sus inmediaciones fue atropellado y muerto por un tren. Este último suceso ha reforzado la creencia popular en la naturaleza ominosa del lugar y la fecha.