Cada alborada, al despuntar de mis siestas, me incorporaba y acudía cual centinela ante el cristal para contemplar la vecina morada. E invariablemente, cada madrugada, una espectral figura diferente aguardaba más allá del óculo opuesto. El primer día fue una exangüe dama de ojos negros cual cripta nocturna; el postrero un varón de sonrisa cruel y mirada tan gélida como el cierzo. Al tercer alba, una niña de cándido ropaje e inocente rostro, mas con pupilas que parecían haber vislumbrado los mismos infiernos. Así transcurrieron seis días, cada nueva aurora más pavorosa que la venidera.
Entonces comprendí que aquella no era mi alcoba. El aposento donde me encontraba era el mismo que cada mañana había divisado al otro lado del cristal, la estancia de la casa vecina. Los espectros se aproximaron lentamente hacia mí, sus ojos ardiendo con siniestra luz, y al unísono sentenciaron: "Ya eres uno más de nosotros. De aquí no se puede escapar".
Y me sentí cautivo en una perpetua sin par, condenado a morar en una mansión que no era mía, rodeado de fantasmas que me habían estado aguardando desde los albores de los tiempos. Y advertí que jamás podría huir, que estaba sentenciado a habitar en ese averno creado por mis propias quimeras.